MAL
BICHO
San Juan de la Llanura, 1928
Se
caracterizaba por un lenguaje soez; bordeando la indecencia. Los hombres del
pueblo la despreciaban pero, a su vez, le temían. La hubieran destruido con
absoluto placer.
–No
merece estar viva. Es una hija de puta. Y esa es la verdad –murmuran muchos,
sin atreverse a enfrentarla.
A
la mujer le gusta vengarse de sus enemigos a través del sexo. Los maneja con su
vagina y luego los ridiculiza. Ella quiere dinero, mucho dinero, y además, por
supuesto, el poder. El odio le brota por los poros.
Conoce
sus secretos, sus bajezas y los extorsiona. A muchos de ellos los lleva a su
cama y los transforma en perritos falderos, capaces de actos repugnantes.
En
un trajín de sábanas mugrientas y manchas de esperma, supo engatusar al hombre
más poderoso del pueblo: el viejo don Octavio Fuentes. Le proporcionó nombres y
comportamientos indignos. Elaboró una infame lista de pecadores y los puso
contra las cuerdas. Los sobres con dinero empezaron a llover y ella se
transformó en la mujer más temida de aquel pueblo perdido en las soledades de
la llanura.
Era
bruta, casi analfabeta, pero su instinto, más que la razón, la llevaron a tejer
una telaraña que la catapultó del fango a los brillos del cairel. Sentada en un
sillón de terciopelo, modelo Luis XV, saborea una copa del mejor champagne
francés que se puede conseguir en el pueblo.
«Ahora
voy por todo», piensa, mientras acaricia su valioso anillo, que es una
verdadera cachetada ostentosa.
Su
nombre es Candelaria María Arrigoni, alias «mal bicho», de padre desconocido y
madre prostituta. Hoy hembra del hombre fuerte del pueblo, don Octavio Fuentes,
que maneja los hilos, cual titiritero de Satanás.
La
dama en cuestión es muy bella. Una morocha sinuosa, con labios carnosos y
mirada penetrante. Los hombres se vuelven locos por ella. Hasta el juez de paz,
un hombre serio, perdió los estribos y cuando la mujer lo descartó, se pegó un
tiro.
Con
los primeros fríos del invierno llegó al pueblo, manejando un viejo Ford de
color negro, Juan Antonio Bengolea. Hombre recio y bien plantado que enamoró a
las mujeres del lugar. Juan se alojó en el único hotel y cerca de la medianoche
apareció por el bar donde los parroquianos juegan sus magros ingresos tentando
la fortuna que siempre los esquiva. El forastero logra llamar la atención por
su capacidad increíble con las cartas, especialmente con el truco. Su talento
llega a oídos de don Octavio que, por supuesto, tiene una debilidad por el
juego.
–¿Así
que el forastero es bueno, che?
–Buenísimo,
patrón. No hay nadie que pueda con él.
–Habladurías,
Anselmo. El mejor soy yo.
–Por
supuesto, don Octavio. Debería darle un escarmiento.
El
secretario adula a su jefe. Si hiciera lo contrario, su cabeza rodaría por las
polvorientas calles de San Juan.
Cerca
de la medianoche, el forastero domina la mesa de juego, envuelta en una nube de
humo.
–¿Puedo
acompañarlos?
Cuatro
hombres se levantan como resortes y recitan al unísono:
–¡Por
supuesto, Don Octavio!
Juan
Antonio permanece sentado y lo mira desafiante.
–¿Puedo
saber quién es usted?
–Claro,
mi amigo. Soy el «dueño» del pueblo. Aquí se hace lo que yo digo.
–Mire
usted.
La
respuesta insolente del forastero enardece a don Octavio que se muerde por
pegarle un rebencazo.
–¡Correte,
vos! -Le ordena a uno de los parroquianos y se sienta decidido a destruir al
impertinente.
–¡Cartas!
–ordena.
Todos
comienzan a acercarse para presenciar el juego y el posible desenlace.
La
suerte pendula entre los jugadores hasta que se inclina a favor de don Octavio.
Éste, soberbio en su actitud, lo mira con sorna y le dice:
–Flojo,
el hombre. Lo creía un rival de fuste y es un pobre diablo con ínfulas de
tahúr.
Juan
le clava sus enormes e intensos ojos negros y con voz pausada, responde:
–Quizás
lo dejé ganar porque estábamos jugando por nada.
Don
Octavio golpea la mesa con violencia y
le propone apostar.
–Yo
apuesto mi vida y a cambio, si gano, una noche con su hembra. ¿Qué me dice?
¿Acepta? –lo desafía Juan.
Don
Octavio retira de su cinturón un revólver calibre 38 y lo apoya sobre la mesa.
–Atrevido,
el forastero –le contesta con suficiencia- ¿Qué epitafio le ponemos en la
tumba?
De
pronto un murmullo crece en el local. Por la puerta ingresa doña Candelaria, la
«hembra» del patrón, que acaba de escuchar la apuesta.
–¿Así
que el señor pretende la fruta prohibida?
Juan
se incorpora para acercarse a la dama y besarle la mano.
–Va
a ser un placer jugar mi vida por usted. ¿Acepta?
Mal
bicho no ha tenido oportunidad de conocer un hombre como ese. Queda totalmente
prendada y con una sonrisa peligrosa, responde:
–Siempre
y cuando yo apriete el gatillo, será un verdadero placer.
Un
silencio expectante recorre el salón.
El
diálogo termina y el juego comienza.
Las
luces del bar están apagadas. Sólo permanece encendida la que está sobre la
mesa. El mazo de cartas se encuentra en el centro y ambos hombres se miran con
fiereza. El mazo es la presa de dos bestias hambrientas.
Fuentes
toma el mazo y comienza a mezclar. Sin quitarle la vista, lo deja en el centro
de la mesa y con voz desafiante, le dice:
–Corte
que comienza usted.
Bengolea
lo observa; el silencio es total. Luego de un instante desliza la primera
carta.
Juan
mira y canta:
–Envido.
Fuentes
lo mira con un dejo de superioridad y responde:
–Real
envido.
El
forastero sonríe y exclama:
–¡Quiero
y cante!
Eufórico,
el viejo, responde:
–¡Treinta
y tres, carajo! Y arroja sus puntos ganando la primera mano con estilo.
Un
murmullo altera el silencio de la sala.
–Son
buenas –acota Juan, sin inmutarse y sorprende al decir:
–¡Truco!
–Quiero
ver –insiste Fuentes.
Antes
que Bengolea exhiba sus cartas, le escupe:
–¡Quiero
retruco!
Juan
duda pero, sin embargo se decide:
–Quiero.
Don
Octavio ha ganado el primer juego. Todo el mundo aplaude.
Juan
mira más allá de la mesa y se encuentra con los ojos indescifrables de la
mujer. El forastero inclina su cabeza y la saluda. La dama ha comenzado a
devorarlo y Juan lo sabe. Quiere que gane. El viejo, mientras tanto, ha
encendido un cigarro y se toma un trago la caña doble. Su mano derecha acaricia
la culata del 38 y en sus ojos se advierten los pensamientos oscuros que
dominan al hombre.
Fuentes
entrega el mazo, mira como lo mezcla y luego corta.
–Tendría
que haber elegido otro juego, compañero. Quizás la canasta ¿No le parece?
La
risotada general acompaña los dichos irónicos del viejo.
–¿O
tal vez la rayuela?
Un
aplauso que suena a burla no hace mella en la actitud tranquila de Bengolea.
Las
cartas son repartidas y ambos jugadores las estudian concentrados.
–¡Flor
y truco! –exclama en voz alta, Juan.
Don
Octavio aprieta los dientes y responde:
–¡Muestre,
mierda!
Juan
con aires triunfales coloca lentamente sólo dos cartas en la mesa y le dice:
–No
me ha dicho nada o cree que voy a caer en esas zonceras.
Fuentes
murmura palabras ininteligibles mientras su rostro adquiere un color rojo
furia. Su voz, ronca por el disgusto, susurra:
–Anda
con suerte, pero no le va a durar mucho. No quiero y muestre de una vez.
El
duelo sigue, pasa una ronda más, pero sin pena ni gloria. Sólo un punto cosechó
don Octavio. Juan recoge el mazo y mezcla. Cuando comienza a repartir, el amo
del pueblo comenta con sorna:
–Miren
si será chambón, da de arriba. En el truco se da de abajo.
Nada
inmuta al forastero.
El
viejo muestra su primera carta.
Juan
lo mira y dice:
–¡Real
envido!
Don
Octavio replica:
–¡No
quiero! Y a continuación, agrega:
–¡Truco!
Juan,
al instante, le contesta:
Quiero.
Don
Octavio muestra las cartas y sonríe saboreando el triunfo.
Juan
levanta la vista, clava su mirada en el rostro del viejo y grita:
–¡Quiero
retruco!
Don
Octavio pega un salto en su silla y no se queda atrás:
–¡Quiero
vale cuatro y quiero ver.
Juan
muestras las cartas y don Octavio, ciego de furia, arroja el vaso de caña que
rueda hasta el fondo del salón. Todos los presentes están asustados, nunca
vieron al viejo descontrolado como hasta ahora. Junto a la barra, doña
Candelaria ha encendido un cigarrillo y aspira el humo con placer.
«Esta
noche será inolvidable»
La
mitad del pueblo está a las puertas del bar. Se ha corrido la bolilla que don
Octavio está comprometido con la partida. En el fondo todos desean que pierda,
sería la primera vez. Una mezcla rara de miedo y odio los tiene hechizados.
Una
vez que el mazo es cortado y se reparten las cartas, Juan canta:
–Real
envido.
Don
Octavio, enardecido, responde:
–¡Quiero veintiocho!
Juan deposita las cartas sobre la mesa y, con seguridad, exclama:
–Creo que treinta son más.
–¿De dónde saliste, vos, mal nacido? ¿Alguien te mandó a destruirme?
Dos tipos en el mostrador, secuaces de Fuentes, se han puesto serios y
esperan órdenes.
Doña Candelaria se acerca y con una sonrisa les ordena:
–Ustedes dos, quietitos. Aquí mando yo; que el viejo se las aguante. Es
un buen escarmiento y se lo merece.
Los tipos se quedan quietos. Saben que la mujer tiene la sartén por el
mango.
Fuentes transpira y con un pañuelo seca su frente.
–¿No se estará achicando el hombre?
El viejo no contesta pero su mirada es asesina.
–Es la última ¿Quiere seguir?
El desafío de Juan es intolerable.
–¡Cartas! –vocifera, don Octavio.
Las mira y se juega:
–¡Falta envido y truco!
Juan no duda. Arroja las cartas sobre la mesa y exclama:
–¡Quiero 33!
Nadie se mueve. Parecen estatuas. Ese instante sólo es interrumpido por
un vaso que cae rompiéndose en mil pedazos.
Fuentes quiere manotear su revólver y la voz firme pero amenazante del
forastero lo detiene.
–Ni lo intente, viejo.
El sonido de un revólver cuando es amartillado se escucha por debajo de
la mesa.
–Apuestas son apuestas. Un caballero se las aguanta.
Juan se incorpora y con paso lento se dirige a la dama que lo mira con
un brillo extraño en los ojos.
–La espero en el hotel, habitación 19.
Cuando sale del bar, todos se abren a su paso.
Juan llega a la habitación y se
arroja sobre la cama. La tensión ha sido enorme y trata de recuperar el
aliento.
«Ha llegado tu hora mal bicho»
Los golpes en la puerta anuncian la función.
–¡Entre!
La
puerta se abre y la figura de la mujer se dibuja en toda su belleza.
«Es linda la malvada»
–Estoy aquí porque quiero. Me importan un comino las apuestas.
–De eso no hay dudas –responde Juan con una expresión irónica.
–Me
gustás, cabrón. El viejo se lo merecía. Es un reverendo hijo de puta y tenía
que morder el polvo alguna vez.
Doña Candelaria se sienta en el borde de la cama y con la mano derecha
acaricia el pecho de Juan.
Los ojos del hombre se agrandan con la excitación. Ella se acerca y en un
rapto pasional lo besa incendiando la escena. A continuación todo es desenfreno
y lujuria. Ambos se vuelven locos y en un revoltijo de sábanas y quejidos de
placer se consuma la apuesta.
Semidormido y al borde de la extenuación, algo frío toca la piel de Juan
a la altura de la sien izquierda. Abre sus ojos asustado y los bellos ojos de
la mujer lo miran con frialdad.
–Lo
siento, amigo, eres un gran amante pero nunca olvido el rostro de mis hombres y
menos el de un Juez. El doctor Bengolea me habló de ti.
El disparo suena en la noche como un trueno del averno.
La dama tarda en vestirse, lo hace con una parsimonia exasperante. Antes de partir baja los párpados de Juan
Bengolea y se retira tal como ha llegado, reptando.
© 2016 Fernando Cianciola