jueves, 6 de octubre de 2016

MAL BICHO


San Juan de la Llanura, 1928






  

Se caracterizaba por un lenguaje soez; bordeando la indecencia. Los hombres del pueblo la despreciaban pero, a su vez, le temían. La hubieran destruido con absoluto placer.
–No merece estar viva. Es una hija de puta. Y esa es la verdad –murmuran muchos, sin atreverse a enfrentarla.
A la mujer le gusta vengarse de sus enemigos a través del sexo. Los maneja con su vagina y luego los ridiculiza. Ella quiere dinero, mucho dinero, y además, por supuesto, el poder. El odio le brota por los poros.
    Conoce sus secretos, sus bajezas y los extorsiona. A muchos de ellos los lleva a su cama y los transforma en perritos falderos, capaces de actos repugnantes.
En un trajín de sábanas mugrientas y manchas de esperma, supo engatusar al hombre más poderoso del pueblo: el viejo don Octavio Fuentes. Le proporcionó nombres y comportamientos indignos. Elaboró una infame lista de pecadores y los puso contra las cuerdas. Los sobres con dinero empezaron a llover y ella se transformó en la mujer más temida de aquel pueblo perdido en las soledades de la llanura.
Era bruta, casi analfabeta, pero su instinto, más que la razón, la llevaron a tejer una telaraña que la catapultó del fango a los brillos del cairel. Sentada en un sillón de terciopelo, modelo Luis XV, saborea una copa del mejor champagne francés que se puede conseguir en el pueblo.
«Ahora voy por todo», piensa, mientras acaricia su valioso anillo, que es una verdadera cachetada ostentosa.
Su nombre es Candelaria María Arrigoni, alias «mal bicho», de padre desconocido y madre prostituta. Hoy hembra del hombre fuerte del pueblo, don Octavio Fuentes, que maneja los hilos, cual titiritero de Satanás.
La dama en cuestión es muy bella. Una morocha sinuosa, con labios carnosos y mirada penetrante. Los hombres se vuelven locos por ella. Hasta el juez de paz, un hombre serio, perdió los estribos y cuando la mujer lo descartó, se pegó un tiro.

Con los primeros fríos del invierno llegó al pueblo, manejando un viejo Ford de color negro, Juan Antonio Bengolea. Hombre recio y bien plantado que enamoró a las mujeres del lugar. Juan se alojó en el único hotel y cerca de la medianoche apareció por el bar donde los parroquianos juegan sus magros ingresos tentando la fortuna que siempre los esquiva. El forastero logra llamar la atención por su capacidad increíble con las cartas, especialmente con el truco. Su talento llega a oídos de don Octavio que, por supuesto, tiene una debilidad por el juego.
–¿Así que el forastero es bueno, che?
–Buenísimo, patrón. No hay nadie que pueda con él.
–Habladurías, Anselmo. El mejor soy yo.
–Por supuesto, don Octavio. Debería darle un escarmiento.
El secretario adula a su jefe. Si hiciera lo contrario, su cabeza rodaría por las polvorientas calles de San Juan.

Cerca de la medianoche, el forastero domina la mesa de juego, envuelta en una nube de humo.
–¿Puedo acompañarlos?
Cuatro hombres se levantan como resortes y recitan al unísono:
–¡Por supuesto, Don Octavio!
Juan Antonio permanece sentado y lo mira desafiante.
–¿Puedo saber quién es usted?
–Claro, mi amigo. Soy el «dueño» del pueblo. Aquí se hace lo que yo digo.
–Mire usted.
La respuesta insolente del forastero enardece a don Octavio que se muerde por pegarle un rebencazo.
–¡Correte, vos! -Le ordena a uno de los parroquianos y se sienta decidido a destruir al impertinente.
–¡Cartas! –ordena.
Todos comienzan a acercarse para presenciar el juego y el posible desenlace.
La suerte pendula entre los jugadores hasta que se inclina a favor de don Octavio. Éste, soberbio en su actitud, lo mira con sorna y le dice:
–Flojo, el hombre. Lo creía un rival de fuste y es un pobre diablo con ínfulas de tahúr.
Juan le clava sus enormes e intensos ojos negros y con voz pausada,  responde:
–Quizás lo dejé ganar porque estábamos jugando por nada.
Don Octavio golpea  la mesa con violencia y le propone apostar.
–Yo apuesto mi vida y a cambio, si gano, una noche con su hembra. ¿Qué me dice? ¿Acepta? –lo desafía Juan.
Don Octavio retira de su cinturón un revólver calibre 38 y lo apoya sobre la mesa.
–Atrevido, el forastero –le contesta con suficiencia- ¿Qué epitafio le ponemos en la tumba?
De pronto un murmullo crece en el local. Por la puerta ingresa doña Candelaria, la «hembra» del patrón, que acaba de escuchar la apuesta.
–¿Así que el señor pretende la fruta prohibida?
Juan se incorpora para acercarse a la dama y besarle la mano.
–Va a ser un placer jugar mi vida por usted. ¿Acepta?

Mal bicho no ha tenido oportunidad de conocer un hombre como ese. Queda totalmente prendada y con una sonrisa peligrosa, responde:
–Siempre y cuando yo apriete el gatillo, será un verdadero placer.
Un silencio expectante recorre el salón.
El diálogo termina y el juego comienza.
Las luces del bar están apagadas. Sólo permanece encendida la que está sobre la mesa. El mazo de cartas se encuentra en el centro y ambos hombres se miran con fiereza. El mazo es la presa de dos bestias hambrientas.

Fuentes toma el mazo y comienza a mezclar. Sin quitarle la vista, lo deja en el centro de la mesa y con voz desafiante, le dice:
–Corte que comienza usted.
Bengolea lo observa; el silencio es total. Luego de un instante desliza la primera carta.
Juan mira y canta:
–Envido.
Fuentes lo mira con un dejo de superioridad y responde:
–Real envido.
El forastero sonríe y exclama:
–¡Quiero y cante!
Eufórico, el viejo, responde:
–¡Treinta y tres, carajo! Y arroja sus puntos ganando la primera mano con estilo.
Un murmullo altera el silencio de la sala.
–Son buenas –acota Juan, sin inmutarse y sorprende al decir:
–¡Truco!
–Quiero ver –insiste Fuentes.
Antes que Bengolea exhiba sus cartas, le escupe:
–¡Quiero retruco!
Juan duda pero, sin embargo se decide:
–Quiero.
Don Octavio ha ganado el primer juego. Todo el mundo aplaude.
Juan mira más allá de la mesa y se encuentra con los ojos indescifrables de la mujer. El forastero inclina su cabeza y la saluda. La dama ha comenzado a devorarlo y Juan lo sabe. Quiere que gane. El viejo, mientras tanto, ha encendido un cigarro y se toma un trago la caña doble. Su mano derecha acaricia la culata del 38 y en sus ojos se advierten los pensamientos oscuros que dominan al hombre.
Fuentes entrega el mazo, mira como lo mezcla y luego corta.
–Tendría que haber elegido otro juego, compañero. Quizás la canasta ¿No le parece?
La risotada general acompaña los dichos irónicos del viejo.
–¿O tal vez la rayuela?
Un aplauso que suena a burla no hace mella en la actitud tranquila de Bengolea.
Las cartas son repartidas y ambos jugadores las estudian concentrados.
–¡Flor y truco! –exclama en voz alta, Juan.
Don Octavio aprieta los dientes y responde:
–¡Muestre, mierda!
Juan con aires triunfales coloca lentamente sólo dos cartas en la mesa y le dice:
–No me ha dicho nada o cree que voy a caer en esas zonceras.
Fuentes murmura palabras ininteligibles mientras su rostro adquiere un color rojo furia. Su voz, ronca por el disgusto, susurra:
–Anda con suerte, pero no le va a durar mucho. No quiero y muestre de una vez.
El duelo sigue, pasa una ronda más, pero sin pena ni gloria. Sólo un punto cosechó don Octavio. Juan recoge el mazo y mezcla. Cuando comienza a repartir, el amo del pueblo comenta con sorna:
–Miren si será chambón, da de arriba. En el truco se da de abajo.
Nada inmuta al forastero.
El viejo muestra su primera carta.
Juan lo mira y dice:
–¡Real envido!
Don Octavio replica:
–¡No quiero! Y a continuación, agrega:
–¡Truco!
Juan, al instante, le contesta:
Quiero.
Don Octavio muestra las cartas y sonríe saboreando el triunfo.
Juan levanta la vista, clava su mirada en el rostro del viejo y grita:
–¡Quiero retruco!
Don Octavio pega un salto en su silla y no se queda atrás:
–¡Quiero vale cuatro y quiero ver.
Juan muestras las cartas y don Octavio, ciego de furia, arroja el vaso de caña que rueda hasta el fondo del salón. Todos los presentes están asustados, nunca vieron al viejo descontrolado como hasta ahora. Junto a la barra, doña Candelaria ha encendido un cigarrillo y aspira el humo con placer.
«Esta noche será inolvidable»

La mitad del pueblo está a las puertas del bar. Se ha corrido la bolilla que don Octavio está comprometido con la partida. En el fondo todos desean que pierda, sería la primera vez. Una mezcla rara de miedo y odio los tiene hechizados.
Una vez que el mazo es cortado y se reparten las cartas, Juan canta:
–Real envido.
Don Octavio, enardecido, responde:
    –¡Quiero veintiocho!
    Juan deposita las cartas sobre la mesa y, con seguridad, exclama:
    –Creo que treinta son más.
    –¿De dónde saliste, vos, mal nacido? ¿Alguien te mandó a destruirme?
    Dos tipos en el mostrador, secuaces de Fuentes, se han puesto serios y esperan órdenes.
    Doña Candelaria se acerca y con una sonrisa les ordena:
    –Ustedes dos, quietitos. Aquí mando yo; que el viejo se las aguante. Es un buen escarmiento y se lo merece.
    Los tipos se quedan quietos. Saben que la mujer tiene la sartén por el mango.
    Fuentes transpira y con un pañuelo seca su frente.
    –¿No se estará achicando el hombre?
    El viejo no contesta pero su mirada es asesina.
    –Es la última ¿Quiere seguir?
    El desafío de Juan es intolerable.
    –¡Cartas! –vocifera, don Octavio.
    Las mira y se juega:
    –¡Falta envido y truco!
    Juan no duda. Arroja las cartas sobre la mesa y exclama:
    –¡Quiero 33!
    Nadie se mueve. Parecen estatuas. Ese instante sólo es interrumpido por un vaso que cae rompiéndose en mil pedazos.
    Fuentes quiere manotear su revólver y la voz firme pero amenazante del forastero lo detiene.
    –Ni lo intente, viejo.
    El sonido de un revólver cuando es amartillado se escucha por debajo de la mesa.
    –Apuestas son apuestas. Un caballero se las aguanta.

    Juan se incorpora y con paso lento se dirige a la dama que lo mira con un brillo extraño en los ojos.
    –La espero en el hotel, habitación 19.
    Cuando sale del bar, todos se abren a su paso.

    Juan llega  a la habitación y se arroja sobre la cama. La tensión ha sido enorme y trata de recuperar el aliento.
    «Ha llegado tu hora mal bicho»
    Los golpes en la puerta anuncian la función.
    –¡Entre!
    La puerta se abre y la figura de la mujer se dibuja en toda su belleza.
    «Es linda la malvada»
    –Estoy aquí porque quiero. Me importan un comino las apuestas.
    –De eso no hay dudas –responde Juan con una expresión irónica.
    –Me gustás, cabrón. El viejo se lo merecía. Es un reverendo hijo de puta y tenía que morder el polvo alguna vez.
    Doña Candelaria se sienta en el borde de la cama y con la mano derecha acaricia el pecho de Juan.
    Los ojos del hombre se agrandan con la excitación. Ella se acerca y en un rapto pasional lo besa incendiando la escena. A continuación todo es desenfreno y lujuria. Ambos se vuelven locos y en un revoltijo de sábanas y quejidos de placer se consuma la apuesta.
    Semidormido y al borde de la extenuación, algo frío toca la piel de Juan a la altura de la sien izquierda. Abre sus ojos asustado y los bellos ojos de la mujer lo miran con frialdad.
    –Lo siento, amigo, eres un gran amante pero nunca olvido el rostro de mis hombres y menos el de un Juez. El doctor Bengolea me habló de ti.
    El disparo suena en la noche como un trueno del averno.

    La dama tarda en vestirse, lo hace con una parsimonia exasperante.   Antes de partir baja los párpados de Juan Bengolea y se retira tal como ha llegado, reptando.



© 2016 Fernando Cianciola