CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO DE TERROR
(Y NO MORIR EN EL INTENTO)
Miró
el reloj de pared y marcaba las tres de la mañana. Hace horas que trata de
escribir un cuento de terror y no logra darle un clima inquietante a su relato.
Ha fumado un par de cigarrillos, se ha tomado una dosis generosa de whisky…,
pero nada. Afuera llueve y algunos truenos lejanos hacen de la noche algo
tenebroso. Apagó la luz para llamar a las «musas» del misterio y se sentó en un
rincón del estudio.
«Algo
tiene que suceder», se decía.
Retiró
un par de libros de Lovecraft y de su ídolo, Edgar Allan Poe. También uno de
Horacio Quiroga, por las dudas. Encendió una linterna de libros y comenzó a
releer algunos cuentos. Empezó por el gato
negro, siguió por el almohadón de
plumas y terminó con algunos párrafos de los mitos de Cthulhu. Una leve briza helada golpeó suavemente sobre
su rostro. Al levantar la vista pareció advertir «una presencia» frente a la
biblioteca. Los relámpagos iluminaban de a ratos el lugar pero no vio nada.
Asustarse, no se asustó. Es más, disfrutaba de los ambientes oscuros y
fantasmagóricos. Allí tenía muchos libros de terror que había acumulado durante
años. Una colección que a más de uno le habría puesto los pelos de punta. Por
alguna razón que no pudo explicar se sumergió en los cuentos de Poe. Supuso que el maestro del terror lo iba a inspirar,
si releía el gato negro. Se detuvo en
los siguientes párrafos:
Me casé joven. Tuve la suerte de
descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta
de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de
proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color
de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.
Cuando
dijo gato, una sombra cruzó veloz delante de él. Se sobresaltó. Siguió leyendo:
Plutón —se llamaba así el gato— era mi
predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía
por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.
Algo
rozó su pierna derecha y le pareció escuchar un ronroneo. El trueno lejano lo
acurrucó más contra la pared. Parecía disfrutar ese instante.
«Estaban
ocurriendo cosas»
Siguió
leyendo:
Nuestra amistad subsistió así algunos
años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja confesarlo—,
por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente
funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a
los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el
tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre
favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía
caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón,
aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no
sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro,
cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba
secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol?
Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un
poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.
De
pronto lo vio sentado frente a él. Era el mismísimo Poe. Estaba pálido y
sonreía desafiante. Sus ojos, de una negritud escalofriante, lo miraban expectantes.
Por primera vez en su vida sintió que el terror lo invadía. Dejó de respirar por
un instante y el sudor gritó sobre su piel. Poe había apoyado la cabeza sobre
la mano izquierda, y con los dedos de la mano derecha repetía un tamborileo
insoportable que hizo crujir la mesa. Quiso levantarse y huir, pero no pudo.
Una fuerza descomunal lo clavó al suelo. Una voz en su cabeza le dijo:
Siga leyendo y aprenderá.
No
tuvo alternativa.
Lo cogí, pero él, horrorizado por mi
violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí
se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de
conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi
cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada
una de las fibras de mí ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas,
lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un
ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
—¡Hijo
de puta! Se escuchó en el recinto.
Poe
hizo un gesto ambiguo y lo siguió mirando sin inmutarse. Con un leve movimiento
extrajo de sus ropas un cortaplumas.
Cuando
el policía entró en el estudio, quedó petrificado. De uno de los tirantes del
techo colgaba un cuerpo ahorcado. Al bajarlo comprobó aterrorizado que le
habían extraído un ojo. Sobre la mesa había una cortapluma manchada con sangre
y un escrito con letra antigua, que decía lo siguiente:
No obstante, tan seguro como que existe
mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón
humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen
el carácter del hombre...¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo
una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía
cometerla?¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro
juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos qué es la
Ley?
Lo ahorqué porque sabía que él me había
amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme
con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal
que comprometía mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible,
lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso
Dios.
Poe
El
policía no entendió nada. Afuera seguía nublado. El ruido de las puertas de la
morguera al cerrarse, lo sobresaltaron. El vehículo se perdió entre la bruma. Los
de investigación se llevaron una notebook
aún encendida. Era lo único vivo que había quedado allí.
Cuando
el policía regresó a su casa, fue directo a la biblioteca y retiró un libro que
las llamas del hogar a leña devoraron con rapidez. En un susurro apenas
audible, dijo:
—Por
las dudas…
© 2018
Fernando Cianciola
Este cuento no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el permiso previo por escrito del autor. Todos los derechos reservados.