martes, 12 de julio de 2016

DESAFÍO






El mundo fue y será una porquería, ya lo sé…

Las palabras sin futuro de la lírica discepoleana hacen estragos en la débil estructura mental del profesor, que  no logra mantener el equilibrio en la cornisa.
Todas sus convicciones se han ido al carajo. Años pregonando verdades que son, en definitiva, mentiras. No aguanta más. Quiere terminar con su vida.
Desde esa altura, la ciudad se ve maravillosa. El sol, rojo en el horizonte, tonaliza las nubes con su color y el cielo se parece a una pintura impresionista. Un bello espectáculo para una triste decisión.
La terraza del edificio de ocho pisos está solitaria. Nadie para contemplar su salto al vacío. Cierra los ojos y, cuando está a punto de hacerlo, algo lo hace darse vuelta. Un niño lo está mirando.
–¿Y vos que hacés aquí? –lo interroga sorprendido.
–Lo mismo que vos. Voy a saltar.
–Estás loco, mocoso?
–¿Acaso lo estás vos, viejo?
–No es lo mismo.
–¿Por qué?
–Porque sos un niño y tenés toda la vida por delante.
–¿Y con eso, qué?
–Que vos tenés motivos para vivir. Tendrás oportunidades para cambiar el mundo, amar, tener hijos…
–¿Cómo vos?
El viejo decidió posponer el salto. Debía evitar que el niño cometiera una locura. Se sentó en la cornisa e invitó a su interlocutor a hacer lo mismo. Ambos permanecieron callados observando el atardecer.
–¿Hermoso, no? –dijo con emoción el profesor.
–Sí, viejo.
–¿Cómo te llamás? –preguntó el profesor.
–Miguel, pero todos me dicen Miguelito.
–¿Y vos, viejo?
–Ernesto. Ernesto Brunetti y soy profesor.

–¿Profesor de qué?
–Profesor de filosofía.
Brunetti ya se ha olvidado de su angustia y está intrigado por saber qué hace el mocoso en la terraza. No debe tener más de siete años.
–Miguelito ¿dónde están tus padres? ¿Cómo te dejaron llegar hasta aquí? –preguntó el profesor.
–No tengo padres. Soy huérfano.
–¿Pero debés vivir con alguien?
–Sí. Vivo en un refugio para niños abandonados.
–¿Y cómo llegaste hasta aquí?
El niño se encogió de hombros y respondió displicente:
–Me escapé. Este edificio siempre me gustó y quería llegar a la terraza.
–Pero esto es peligroso.
–Tal vez. Quiero saber qué va a hacer Dios si salto.
–No vas a saltar. Claro que no. Lo voy a impedir.
–¿Por qué, viejo? –pregunta el niño.
–Porque Dios me puso aquí para impedirlo -respondió con extraordinaria lucidez.
El niño esbozó una sonrisa, pegó media vuelta y desapareció escaleras abajo.
Brunetti se sentó en la cornisa y con lentitud encendió un cigarrillo tratando de explicarse lo sucedido. Luego de un rato miró el cielo y se sintió un imbécil.

 © 2016 Fernando Cianciola




UN VIAJE MUY PARTICULAR



Carlos Medina cruza las montañas del sur por la ruta 42. Su trabajo de viajante lo tiene siempre en el camino. Con calor, frío y  lluvias inclementes, siempre está en movimiento.
Su destino lo lleva de un lugar a otro repitiendo ciudades y personas. Hace más de una hora que maneja y no ha visto automóviles, personas o animales. Parece extraño, como si se los hubiera tragado la tierra. Sólo escucha el zumbido monótono de su auto, que lo adormece peligrosamente. Cuando se despierta, sobresaltado, debe enfrentar una curva. Al pegar el volantazo el automóvil recupera la dirección pero sorpresivamente aparece, junto al camino, una figura vestida de negro que le hace señas. La frenada hace chirriar los neumáticos. Medina, con los ojos muy abiertos y el pulso acelerado, se queda mirando al sujeto que se acerca. El desconocido golpea la ventanilla mientras lo observa expectante.
Medina aprieta el botón y el vidrio a su derecha desciende.
–Buenas tardes, señor. ¿Podría usted llevarme? –pregunta el sujeto con una voz cavernosa que asusta a Carlos.
–Por supuesto –responde sin estar muy seguro de la invitación.
–Gracias.
El extraño asciende al vehículo con cierta dificultad. Lleva consigo una pequeña mochila bastante deteriorada.
–¿Hasta dónde lo llevo, amigo?
El sujeto, sin mirarlo, le dice:
–Hacia el sur, hasta donde usted pueda.
Medina lo mira de costado para estudiarlo. El sujeto es extremadamente flaco, muy pálido y su mirada parece no enfocar en ningún lado.
El vehículo reinicia la marcha y ambos quedan en silencio. Por el parabrisas se advierte una tormenta y a los pocos minutos la lluvia se hace intensa. Carlos gira la palanca ubicada a la derecha del volante y el limpiaparabrisas comienza su trabajo.

Enciende las luces porque la tarde se ha vuelto noche y el camino, peligroso. Faltan dos horas para el próximo pueblo. Debe tener mucho cuidado.
Carlos no sabe qué preguntarle al individuo. Es tan extraño que lo intimida: su vestimenta es muy rara, parece de otra época.
La curiosidad termina por convencerlo y finalmente intenta conversar.
–Yo me llamo Carlos, ¿y usted?
El desconocido no contesta sólo hasta después de un rato.
–Ismael es mi nombre.
– ¿Y a qué se dedica, Ismael?
–A salvar almas pecadoras.
Medina queda desconcertado.
–Dios me trajo hacia usted.
«Uy, uy, uy, tengo un loco suelto dentro de mi auto», piensa desesperado.
Carlos empieza a transpirar copiosamente. Afuera llueve, el pueblo está lejos y este tipo lo asusta.
–Tengo que salvar su alma. Usted va directo al infierno. Sus pecados son muchos y detestables.
En la mente de Carlos comienzan a desfilar sucesos lamentables de su vida y el miedo se transforma en angustia. Sus manos, aferradas al volante, tiemblan como hojas al viento.
–¿No estará hablando en serio, Ismael? —pregunta Medina tratando de controlar su pánico.
–Por supuesto que sí. Estoy aquí junto a usted para salvarlo.
El tipo tiene los ojos muy abiertos y parece rezar. Medina no entiende lo que dice pero el miedo lo invade. Se siente atrapado dentro de su propio auto. La lluvia es intensa y falta un largo rato para llegar a un lugar civilizado.
El sujeto introduce una mano en la mochila y Carlos supone que sacará algún tipo de arma. Atento a sus movimientos espera lo peor.
–¿Qué le pasa, Carlos? Es sólo una Biblia.
Medina esboza una sonrisa que más parece una mueca. Se ha puesto pálido y respira con dificultad.
–¡Por Dios! ¿Qué quiere de mi, Ismael? –casi que lo dice gritando.
Ismael, con una expresión intimidante, clava sus ojos en los del viajante y le dice:
–Su alma, Carlos. Su alma…

Carlos, al borde del colapso, trata de responder, cuando Ismael rompe el silencio con una carcajada estruendosa, que por unos segundos desconcierta al desdichado.
–¡Hombre, que había sido miedoso! ¡Estaba bromeando! Me llamó Edgardo Juárez y soy actor. Disculpe, es que a veces me gusta jugar bromas pesadas y suelo asustar  a la gente. Mañana tengo un espectáculo de stand up en el pueblo de San Esteban, venga a verme. Le aseguro que se va a «divertir».

© 2016 Fernando Cianciola