FERNANDO CIANCIOLA
Un mar de palabras con sentido. Bienvenidos a mi blog.
viernes, 11 de agosto de 2023
jueves, 11 de marzo de 2021
viernes, 14 de febrero de 2020
CINE
LOS DÍAS DE LLUVIA
Las luces se van apagando con lentitud y la oscuridad invade el lugar. Las formas voluptuosas de una femme fatale, con mirada lánguida y envuelta en una voluta de humo, hace su aparición en la pantalla. El cigarrillo apenas cuelga de sus labios carnosos. Es una vieja película de los años cuarenta, en blanco y negro, con hombres duros y mujeres pecadoras.
Francisco
es un hombre que gusta ir al cine los días de lluvia. Es un hombre gris con una
vida gris. Suele ver todo tipo de películas, sin embargo, su predilección está
en los cineclubs, donde pasan cintas viejas. Ama las películas en blanco y
negro. Son sus preferidas. Es un romántico del cine y de la vida.
Hoy
dan una con Rita Hayworth. Francisco llega a horario, como siempre. Espera en
la antesala y cuando dan el aviso, busca la ubicación preferida: fila doce al
medio. La película está por comenzar. Las luces van desapareciendo y busca sus anteojos, los limpia con el pañuelo
y, según su particular costumbre, se saca los zapatos. Total, nunca nadie lo
advierte y él disfruta con la travesura.
Sumergido
en la trama no advierte que junto a él se sienta una mujer. Cuando se da
cuenta, su pulso se acelera. La dama en cuestión es muy bella, casi como una
artista de cine.
La
película transcurre sin sobresaltos en escenarios sórdidos, que resaltan los
atributos de la protagonista. De vez en cuando Francisco mira de soslayo a la
mujer sentada en la butaca de la derecha. Ella, absorta, no lo registra, pero
es hermosa, tan hermosa como la
Hayworth.
La película sigue su curso entre escenas de
amor y el enfrentamiento de hombres violentos. Cuando la Hayworth se besa
apasionadamente con el galán, −que no es otro que el malvado James Cagney−, él
querría hacerlo con la morocha que está a su lado. Siente que su cuerpo ha
despertado y la excitación lo domina. Está tentado de tocar la mano de la mujer
que, apoyada a escasos centímetros, parece desafiarlo.
Los ojos de Francisco van desde la pantalla
a la figura de la mujer. El sufrimiento de la Hayworth en la pantalla
es tan intenso que la morocha empieza a lagrimear.
Sin pensarlo dos veces, nuestro hombre le
dirige la palabra:
–Perdón, señorita. ¿Desea un pañuelo?
Ella se da vuelta sorprendida y responde
con timidez:
-Gracias, tengo.
De la cartera extrae uno de papel y seca
sus lágrimas con delicadeza. Francisco muere de emoción y se imagina que la
escena es parte de la película.
En la pantalla se acerca el final y el
drama se intensifica. Cagney descubre que la Hayworth lo traiciona con
su mejor amigo y en un arranque de locura le pega un tiro.
-¡Qué horror! –murmura la morocha
conmovida.
-¡Una tragedia! –responde Francisco,
haciéndose eco de las palabras de la mujer.
Las luces de la sala se encienden y los
encuentra mirándose a los ojos. Francisco está convencido que ha encontrado a
la mujer de sus sueños. Una mujer de película.
La
gente los obliga a salir y lentamente caminan hacia la antesala. Francisco
trata de no perderla entre la gente. Se imagina en un bar tomando un café y
hablando de la película con ella.
-Señorita…
-¿Sí? –responde ella con naturalidad.
-Linda película, ¿No?
-Muy linda. La Hayworth es mi preferida.
Francisco parece flotar de felicidad. Se da
cuenta que la afinidad está a la vista.
-Señorita…
-¿Sí?
-¿No le gustaría tomar un café y así
charlamos sobre la película?
La sonrisa de la mujer le augura un triunfo
demoledor.
-Con gusto, señor, pero…
-¡Marcia!
Frente a ellos, y en la vereda, un señor
con un niño en brazos la está llamando.
-Adiós, señor. Fue un gusto.
-Adiós, señorita…un verdadero placer.
© 2020 FERNANDO
CIANCIOLA
FACE TO FACE
Se miraron por primera vez y la emoción los dejó
perplejos. Las palabras se amontonaron tratando de salir, pero ninguno de los
dos atinó a decir algo. Habían pasado diez años de Facebook. Qué locura. Eran
de carne y hueso y apenas lo podían creer. Estaban tratando de parir un
diálogo, como cuando Eva enfrentó a Adán.
© 2020 FERNANDO
CIANCIOLA
EL ENREDADO
Instagram, Facebook,
Twitter, WhatsApp. Navega las veinticuatro horas y casi no duerme. Su cuerpo
físico está desapareciendo y en las redes brilla como nadie. Hay momentos en
que no sabe dónde se encuentra, ni quién es. Ha multiplicado sus aparatos
electrónicos y tiene un millón de seguidores.
Vive solo. El perro
se fue ofendido y el canario dejó de cantar. Alguien intentó cortarle la
electricidad pero tiene un grupo electrógeno. Su avatar lo ha desplazado de tal
forma que está por tomar su identidad y hacerlo desparecer.
Hoy alguien golpeó a
su puerta y lo sobresaltó. En su mundo virtual eso era algo inusual. Al tercer
golpe decidió abrir. El niño lo miró fijo y, con voz angelical, le dijo:
—Vengo a salvarte.
Sus manos atesoraban
bolitas de colores.
El tipo enmudeció.
Ese niño era él.
—Ven conmigo, todavía hay tiempo.
© 2020 Fernando Cianciola
lunes, 12 de marzo de 2018
CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO DE TERROR
(Y NO MORIR EN EL INTENTO)
Miró
el reloj de pared y marcaba las tres de la mañana. Hace horas que trata de
escribir un cuento de terror y no logra darle un clima inquietante a su relato.
Ha fumado un par de cigarrillos, se ha tomado una dosis generosa de whisky…,
pero nada. Afuera llueve y algunos truenos lejanos hacen de la noche algo
tenebroso. Apagó la luz para llamar a las «musas» del misterio y se sentó en un
rincón del estudio.
«Algo
tiene que suceder», se decía.
Retiró
un par de libros de Lovecraft y de su ídolo, Edgar Allan Poe. También uno de
Horacio Quiroga, por las dudas. Encendió una linterna de libros y comenzó a
releer algunos cuentos. Empezó por el gato
negro, siguió por el almohadón de
plumas y terminó con algunos párrafos de los mitos de Cthulhu. Una leve briza helada golpeó suavemente sobre
su rostro. Al levantar la vista pareció advertir «una presencia» frente a la
biblioteca. Los relámpagos iluminaban de a ratos el lugar pero no vio nada.
Asustarse, no se asustó. Es más, disfrutaba de los ambientes oscuros y
fantasmagóricos. Allí tenía muchos libros de terror que había acumulado durante
años. Una colección que a más de uno le habría puesto los pelos de punta. Por
alguna razón que no pudo explicar se sumergió en los cuentos de Poe. Supuso que el maestro del terror lo iba a inspirar,
si releía el gato negro. Se detuvo en
los siguientes párrafos:
Me casé joven. Tuve la suerte de
descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta
de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de
proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color
de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.
Cuando
dijo gato, una sombra cruzó veloz delante de él. Se sobresaltó. Siguió leyendo:
Plutón —se llamaba así el gato— era mi
predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía
por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.
Algo
rozó su pierna derecha y le pareció escuchar un ronroneo. El trueno lejano lo
acurrucó más contra la pared. Parecía disfrutar ese instante.
«Estaban
ocurriendo cosas»
Siguió
leyendo:
Nuestra amistad subsistió así algunos
años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja confesarlo—,
por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente
funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a
los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el
tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre
favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía
caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón,
aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no
sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro,
cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba
secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol?
Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un
poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.
De
pronto lo vio sentado frente a él. Era el mismísimo Poe. Estaba pálido y
sonreía desafiante. Sus ojos, de una negritud escalofriante, lo miraban expectantes.
Por primera vez en su vida sintió que el terror lo invadía. Dejó de respirar por
un instante y el sudor gritó sobre su piel. Poe había apoyado la cabeza sobre
la mano izquierda, y con los dedos de la mano derecha repetía un tamborileo
insoportable que hizo crujir la mesa. Quiso levantarse y huir, pero no pudo.
Una fuerza descomunal lo clavó al suelo. Una voz en su cabeza le dijo:
Siga leyendo y aprenderá.
No
tuvo alternativa.
Lo cogí, pero él, horrorizado por mi
violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí
se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de
conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi
cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada
una de las fibras de mí ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas,
lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un
ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
—¡Hijo
de puta! Se escuchó en el recinto.
Poe
hizo un gesto ambiguo y lo siguió mirando sin inmutarse. Con un leve movimiento
extrajo de sus ropas un cortaplumas.
Cuando
el policía entró en el estudio, quedó petrificado. De uno de los tirantes del
techo colgaba un cuerpo ahorcado. Al bajarlo comprobó aterrorizado que le
habían extraído un ojo. Sobre la mesa había una cortapluma manchada con sangre
y un escrito con letra antigua, que decía lo siguiente:
No obstante, tan seguro como que existe
mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón
humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen
el carácter del hombre...¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo
una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía
cometerla?¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro
juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos qué es la
Ley?
Lo ahorqué porque sabía que él me había
amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme
con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal
que comprometía mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible,
lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso
Dios.
Poe
El
policía no entendió nada. Afuera seguía nublado. El ruido de las puertas de la
morguera al cerrarse, lo sobresaltaron. El vehículo se perdió entre la bruma. Los
de investigación se llevaron una notebook
aún encendida. Era lo único vivo que había quedado allí.
Cuando
el policía regresó a su casa, fue directo a la biblioteca y retiró un libro que
las llamas del hogar a leña devoraron con rapidez. En un susurro apenas
audible, dijo:
—Por
las dudas…
© 2018
Fernando Cianciola
Este cuento no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el permiso previo por escrito del autor. Todos los derechos reservados.
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