DESAFÍO
El
mundo fue y será una porquería, ya lo sé…
Las
palabras sin futuro de la lírica discepoleana hacen estragos en la débil
estructura mental del profesor, que no
logra mantener el equilibrio en la cornisa.
Todas
sus convicciones se han ido al carajo. Años pregonando verdades que son, en
definitiva, mentiras. No aguanta más. Quiere terminar con su vida.
Desde
esa altura, la ciudad se ve maravillosa. El sol, rojo en el horizonte, tonaliza
las nubes con su color y el cielo se parece a una pintura impresionista. Un
bello espectáculo para una triste decisión.
La
terraza del edificio de ocho pisos está solitaria. Nadie para contemplar su
salto al vacío. Cierra los ojos y, cuando está a punto de hacerlo, algo lo hace
darse vuelta. Un niño lo está mirando.
–¿Y
vos que hacés aquí? –lo interroga sorprendido.
–Lo
mismo que vos. Voy a saltar.
–Estás
loco, mocoso?
–¿Acaso
lo estás vos, viejo?
–No
es lo mismo.
–¿Por
qué?
–Porque
sos un niño y tenés toda la vida por delante.
–¿Y
con eso, qué?
–Que
vos tenés motivos para vivir. Tendrás oportunidades para cambiar el mundo,
amar, tener hijos…
–¿Cómo
vos?
El
viejo decidió posponer el salto. Debía evitar que el niño cometiera una locura.
Se sentó en la cornisa e invitó a su interlocutor a hacer lo mismo. Ambos
permanecieron callados observando el atardecer.
–¿Hermoso,
no? –dijo con emoción el profesor.
–Sí,
viejo.
–¿Cómo
te llamás? –preguntó el profesor.
–Miguel,
pero todos me dicen Miguelito.
–¿Y
vos, viejo?
–Ernesto.
Ernesto Brunetti y soy profesor.
–¿Profesor
de qué?
–Profesor
de filosofía.
Brunetti
ya se ha olvidado de su angustia y está intrigado por saber qué hace el mocoso
en la terraza. No debe tener más de siete años.
–Miguelito
¿dónde están tus padres? ¿Cómo te dejaron llegar hasta aquí? –preguntó el
profesor.
–No
tengo padres. Soy huérfano.
–¿Pero
debés vivir con alguien?
–Sí.
Vivo en un refugio para niños abandonados.
–¿Y
cómo llegaste hasta aquí?
El
niño se encogió de hombros y respondió displicente:
–Me
escapé. Este edificio siempre me gustó y quería llegar a la terraza.
–Pero
esto es peligroso.
–Tal
vez. Quiero saber qué va a hacer Dios si salto.
–No
vas a saltar. Claro que no. Lo voy a impedir.
–¿Por
qué, viejo? –pregunta el niño.
–Porque
Dios me puso aquí para impedirlo -respondió con extraordinaria lucidez.
El
niño esbozó una sonrisa, pegó media vuelta y desapareció escaleras abajo.
Brunetti
se sentó en la cornisa y con lentitud encendió un cigarrillo tratando de
explicarse lo sucedido. Luego de un rato miró el cielo y se sintió un imbécil.
©
2016 Fernando Cianciola
UN
VIAJE MUY PARTICULAR
Carlos
Medina cruza las montañas del sur por la ruta 42. Su trabajo de viajante lo
tiene siempre en el camino. Con calor, frío y
lluvias inclementes, siempre está en movimiento.
Su
destino lo lleva de un lugar a otro repitiendo ciudades y personas. Hace más de
una hora que maneja y no ha visto automóviles, personas o animales. Parece
extraño, como si se los hubiera tragado la tierra. Sólo escucha el zumbido
monótono de su auto, que lo adormece peligrosamente. Cuando se despierta,
sobresaltado, debe enfrentar una curva. Al pegar el volantazo el automóvil
recupera la dirección pero sorpresivamente aparece, junto al camino, una figura
vestida de negro que le hace señas. La frenada hace chirriar los neumáticos.
Medina, con los ojos muy abiertos y el pulso acelerado, se queda mirando al
sujeto que se acerca. El desconocido golpea la ventanilla mientras lo observa
expectante.
Medina
aprieta el botón y el vidrio a su derecha desciende.
–Buenas
tardes, señor. ¿Podría usted llevarme? –pregunta el sujeto con una voz
cavernosa que asusta a Carlos.
–Por
supuesto –responde sin estar muy seguro de la invitación.
–Gracias.
El
extraño asciende al vehículo con cierta dificultad. Lleva consigo una pequeña
mochila bastante deteriorada.
–¿Hasta
dónde lo llevo, amigo?
El
sujeto, sin mirarlo, le dice:
–Hacia
el sur, hasta donde usted pueda.
Medina
lo mira de costado para estudiarlo. El sujeto es extremadamente flaco, muy
pálido y su mirada parece no enfocar en ningún lado.
El
vehículo reinicia la marcha y ambos quedan en silencio. Por el parabrisas se
advierte una tormenta y a los pocos minutos la lluvia se hace intensa. Carlos
gira la palanca ubicada a la derecha del volante y el limpiaparabrisas comienza
su trabajo.
Enciende
las luces porque la tarde se ha vuelto noche y el camino, peligroso. Faltan dos
horas para el próximo pueblo. Debe tener mucho cuidado.
Carlos
no sabe qué preguntarle al individuo. Es tan extraño que lo intimida: su
vestimenta es muy rara, parece de otra época.
La
curiosidad termina por convencerlo y finalmente intenta conversar.
–Yo
me llamo Carlos, ¿y usted?
El
desconocido no contesta sólo hasta después de un rato.
–Ismael
es mi nombre.
–
¿Y a qué se dedica, Ismael?
–A
salvar almas pecadoras.
Medina
queda desconcertado.
–Dios
me trajo hacia usted.
«Uy,
uy, uy, tengo un loco suelto dentro de mi auto», piensa desesperado.
Carlos
empieza a transpirar copiosamente. Afuera llueve, el pueblo está lejos y este
tipo lo asusta.
–Tengo
que salvar su alma. Usted va directo al infierno. Sus pecados son muchos y
detestables.
En
la mente de Carlos comienzan a desfilar sucesos lamentables de su vida y el
miedo se transforma en angustia. Sus manos, aferradas al volante, tiemblan como
hojas al viento.
–¿No
estará hablando en serio, Ismael? —pregunta Medina tratando de controlar su
pánico.
–Por
supuesto que sí. Estoy aquí junto a usted para salvarlo.
El
tipo tiene los ojos muy abiertos y parece rezar. Medina no entiende lo que dice
pero el miedo lo invade. Se siente atrapado dentro de su propio auto. La lluvia
es intensa y falta un largo rato para llegar a un lugar civilizado.
El
sujeto introduce una mano en la mochila y Carlos supone que sacará algún tipo
de arma. Atento a sus movimientos espera lo peor.
–¿Qué
le pasa, Carlos? Es sólo una Biblia.
Medina
esboza una sonrisa que más parece una mueca. Se ha puesto pálido y respira con
dificultad.
–¡Por
Dios! ¿Qué quiere de mi, Ismael? –casi que lo dice gritando.
Ismael,
con una expresión intimidante, clava sus ojos en los del viajante y le dice:
–Su
alma, Carlos. Su alma…
Carlos,
al borde del colapso, trata de responder, cuando Ismael rompe el silencio con
una carcajada estruendosa, que por unos segundos desconcierta al desdichado.
–¡Hombre,
que había sido miedoso! ¡Estaba bromeando! Me llamó Edgardo Juárez y soy actor.
Disculpe, es que a veces me gusta jugar bromas pesadas y suelo asustar a la gente. Mañana tengo un espectáculo de
stand up en el pueblo de San Esteban, venga a verme. Le aseguro que se va a
«divertir».
© 2016 Fernando Cianciola
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