UNA PASIÓN EN LA TEMPESTAD
Las andanzas del capitán español Francisco
Buenaventura
FERNANDO
CIANCIOLA
No hay hombre más desdichado que el que
nunca probó la adversidad
Demetrio
Capítulo 1
Capítulo 1
El 16 de septiembre de 1886, el puerto de
Buenos Aires apenas se distingue sumergido en una bruma espesa. Las primeras
luces, tímidas, van dándole forma y color a la primavera que viene. Gaviotas
ruidosas se disputan los mástiles ante la atenta mirada de Francisco
Buenaventura, capitán de la goleta Dominique,
a punto de zarpar hacia los mares del sur.
Francisco recorre con placer la cubierta.
Sus hombres se mueven de proa a popa ultimando los detalles. El viaje será
largo. Muchos días en mar abierto, cabalgando las olas del Atlántico sur como
quien debe domar un corcel una y otra vez. Así será y el capitán Buenaventura
lo sabe, vaya si lo sabe.
–¡Gregorio! –exclama Buenaventura.
El piloto, Gregorio Fuentes, se acerca
presuroso para recibir indicaciones de su capitán.
–¿Estamos listos? –pregunta Francisco con
determinación.
–Como siempre, con ánimos de zarpar.
Los tripulantes inician las maniobras de
desamarre y la goleta se aleja lentamente a través del Riachuelo, rumbeando
hacia el Río de la Plata. Contrasta el
blanco de su casco con el marrón de las aguas turbulentas que lo acompañan.
El navío deja puerto y los hombres se
despiden en silencio. Saben que enfrentarán al más temible de los océanos: el
Atlántico sur. Corrientes cruzadas, tormentas sorpresivas y el naufragio como
una obsesión.
Francisco está a punto de cumplir 45 años
y es todo un veterano del mar. Nació en Almería, España, con el mediterráneo
ante sus ojos y unas ansias locas por navegarlo.
Siempre tuvo alma de marinero. Sus padres
solían llevarlo al puerto, ubicado en la bahía y al pie de la grandiosa
Alcazaba, para mirar la salida y entrada de barcos de todas las nacionalidades.
El niño, subyugado por los velámenes y las banderas multicolores, tironeaba de
la pollera de su madre para quedarse un poquito más. Cada vez que lo hacía, lo
regañaban. No entendían ese rapto pasional del mocoso por los barcos.
Un domingo del año 1846, pidió con
desesperación que lo llevaran cerca de un navío que, amarrado delante de sus
ojos, parecía invitarlo. Era una goleta de dos palos, una preciosa goleta, toda
pintada de blanco que ostentaba un mascarón de proa que lo dejó sin palabras.
Mientras el viento despeinaba sus negros cabellos no quedó ningún aspecto para
examinar. De proa a popa memorizó cada detalle: el trinquete, el palo mayor y
la mesana. Con su corta edad –cinco años– supo lo que sería cuando fuera mayor.
Francisco, con el paso de los años, se
transformó en un marino avezado. Aprendió el oficio navegando el Mediterráneo,
puertos africanos, islas griegas, la costa dálmata y el inolvidable puerto de
Marsella en el golfo de León. Allí se enamoró de Dominique Gaudet, una hermosa
artista de varieté que lo dejó todo por él.
En el verano de 1861, alquilaron una
bonita casa de altos, muy cerca del puerto de Almería.
Desde la alcoba matrimonial Dominique
miraba extasiada la partida y el regreso del barco, con el cual Francisco
realizó numerosos viajes por la costa de España: un gallardo pailebote de tres
palos.
La francesita, rubia y de cuerpo
exuberante, suspiraba por el marino español que la conquistó con sus
penetrantes ojos azules y ese aire misterioso de hombre de muchos puertos y gran experiencia.
Al final de cada viaje solía esperarlo con
su bebida preferida: un amontillado viejo, con notas de avellana, sabor seco
intenso y un color ambarino oscuro. Los días de aquel verano fueron
maravillosos. Sus jóvenes veinticinco años supieron de las mieles de la pasión;
los paseos por la rambla y los cálidos vientos africanos dorando su juventud.
En 1871, con treinta años de edad, un amor
consolidado y los deseos de tentar fortuna, la pareja embarcó rumbo a un nuevo
país ubicado en Sudamérica: Argentina.
El largo y tedioso cruce del Atlántico
reveló muchas facetas de aquellos aventureros profundamente enamorados el uno
del otro. Dominique amaba la poesía y Francisco el flamenco. Ella solía
recitarle en francés y el muchacho ardía de pasión. Fueron largas noches de
amor desenfrenado.
El vapor Aurora, de la Compañía
Trasatlántica Española, fue su hogar durante los muchos días que duró el viaje.
El Atlántico sorprendió a Francisco por
su grandiosidad. Nunca había navegado en mar abierto. Como experto marino,
recorrió el barco por todos sus rincones, disfrutando como un sibarita.
Las pláticas con el capitán, un madrileño
de nombre José Alberto Paz Aragón, eran sus preferidas. Él, fue el primero que
le habló del temible Atlántico sur, el mar de las tormentas y los vientos
imprevistos que ponían a prueba al más experimentado.
En la primavera llegaron al puerto de
Buenos Aires. Las primeras noticias fueron alarmantes. La ciudad había sufrido
una desbastadora epidemia de fiebre amarilla. Murieron alrededor de 14.000
personas.
El capitán, viendo en los ojos de los
viajeros una sombra de preocupación, les dijo en confianza:
–No tengan temor, lo peor ya pasó. El
invierno contrarrestó la epidemia y todo parece estar bien. Que tengan una
feliz estadía.
–Gracias, capitán, ha sido un placer
viajar con usted.
Las manos se estrecharon con firmeza, como
corresponde a dos hombres de mar seguros de sí mismos.
A los lejos, el joven español pudo
apreciar los contornos de la ciudad. El río le causó una mala impresión. Su
color terroso no armonizaba con un cielo diáfano y profundamente azul.
«Nuevo mundo, nuevos desafíos» pensó.
El lanchón de desembarco se separó del
buque para emprender una marcha lenta hacia el puerto. A lo lejos pudieron
apreciar la imagen imponente de la iglesia y convento de Santa Catalina de
Siena. Dominique, en un gesto inusual, se santiguó. Francisco, sorprendido,
pasó su brazo sobre el hombro y la apretó con fuerza. No hubo palabras, sólo el
ruido del agua contra el casco del lanchón.
Francisco tiene una carta de presentación
para el propietario de una pequeña empresa naviera local, llamada “Compañía
Costera Argentina”, que realiza viajes a Uruguay y al sur de Brasil, propiedad
de un tal Juan Agustín Urdagaray, nativo de Sevilla y entrañable amigo de unos
primos del capitán Buenaventura.
El puerto, bullicioso, hierve de gentes de
diversas nacionalidades que deambulan de aquí para allá con sus bultos.
Francisco y Dominique consiguen un carruaje que los lleva a un pequeño hotel en
la calle Suipacha, el Cantabria.
–¡Buenos días paisanos!
Un simpático hombrecillo de brillante
calva y ademanes corteses los invita a pasar.
La decoración del hotel es muy española y en la recepción, una gran
pintura muestra las bellezas del centro de Madrid.
–¿Se quedarán por algún tiempo?
–La verdad es que venimos a instalarnos.
Soy marino y supongo que conseguiré trabajo aquí.
El rostro de Francisco muestra una
expresión esperanzadora. Está convencido que aquí el destino le tiene
preparadas sorpresas muy agradables.
–Mi nombre es Jacinto y soy el
propietario. Las habitaciones son sencillas pero le aseguro que se sentirá como
en casa.
–Hay algo que me preocupa don Jacinto…
–¿Qué será, capitán Buenaventura?
–Lo de la epidemia… ¿Debe preocuparnos?
El rostro de don Jacinto se ensombreció.
Todos le hacían la misma pregunta.
–Mire, capitán… la epidemia de fiebre
amarilla fue terrible. Murió mucha gente. Miles de muertos. Yo cerré el hotel y
me refugié en el Uruguay, tengo parientes que me cobijaron. Fueron meses de
angustia y desolación. Los lugares más afectados fueron los conventillos.
Muchos argentinos y conciudadanos nuestros murieron como perros. La miseria y
la mugre hicieron un trabajo mortífero.
Dominique escuchaba el relato con temor.
Su niñez, transcurrida entre la pobreza y las inmundicias en los suburbios de
Argelia, le habían enseñado a respetar las epidemias.
Los primeros días fueron muy entretenidos.
Caminaron muchas cuadras por Buenos Aires descubriendo a cada paso alguna
sorpresa. Hombres de levita y bastón, soldados, damas con largos vestidos y
miradas altaneras, hombres comunes con ropas comunes, pordioseros y grupos de
extranjeros, quizás como ellos, inmigrantes buscando fortuna.
La ciudad se parece a Madrid o tal vez,
por algunos rasgos, a París. Muchos españoles e italianos se cruzan en su
camino. Buenos Aires empieza a gustarles. Los días pasan rápido y el capitán
Buenaventura trajina con placer esas calles que comienzan a ser familiares. Ha llegado la hora de visitar a
su contacto: Juan Agustín Urdagaray.
Una mañana muy cálida y animada del mes de
Octubre, emprende la marcha rumbo a las
oficinas de la Compañía Naviera. Está situada en la calle Defensa al 1708. Sube
las escaleras con energía y pronto está frente a un hombre de gran estatura,
bonachón él, que le extiende la mano con afecto. La carta de presentación hizo
el resto. La oficina de Urdagaray es discreta y muy ordenada. Sus paredes lucen
pinturas de diversos barcos. Algunos con grandes velámenes y otros con
chimeneas portentosas, fiel reflejo de los tiempos del vapor y la modernidad.
–¿Barcos maravillosos, no? –Menciona
Urdagaray con admiración.
–Así es. ¿Todos suyos?
Una gran carcajada estalla en el recinto.
–¡Ojalá!
¡Mi flota es menos ambiciosa!
Los hombres llegan a un acuerdo en forma
inmediata. La naviera necesita en forma urgente marinos experimentados para los
viajes de cabotaje. Sus destinos están en las costas uruguayas y en algunos
puertos del sur de Brasil. Transporta pasajeros y cargas de diversos tipos. Un
negocio menor pero muy rentable, según las apreciaciones de Francisco.
Baja las escaleras con una sensación de
placer. Su vida en estas tierras comienza con el pié derecho. En la calle
empedrada lo recibe una briza cálida y piensa que le vendría bien un café con
unas gotas de coñac. Acomoda su gabán azul marino y emprende la marcha. Tiene
su primer contrato: un viaje a Montevideo para transportar pasajeros y carga.
Su barco, que aún no conoce, es un pailebote con un nombre muy femenino:
Andrea. Allí, el capitán Buenaventura tendrá un encuentro inesperado que dará
un giro extraordinario a su destino.
Una pasión en la tempestad por Fernando Cianciola se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
Continuará la próxima semana.
Capítulo 2
–Venga conmigo, le presentaré a la
tripulación.
–Como usted diga, don Juan.
Los hombres caminan por el muelle y a su
paso la mugre se hace ver. El Riachuelo no es propiamente un lugar acogedor:
está rodeado de curtiembres cuyos desperdicios van al río. Se arrojan al agua
sangre y venenos que provocan un olor nauseabundo.
–¡Gregorio! –grita con fuerza, Urdagaray—
Que vengan todos.
En un santiamén los siete hombres se hacen
presentes. El que se adelanta es Gregorio, piloto del pailebote, un asturiano
de estatura regular que saluda con respeto. Más atrás están los otros: Gaspar,
chileno; Manuel, portugués; Pepino, italiano y cocinero; además, tres
argentinos: Florencio, Baltasar y Amador. Hombres rudos y acostumbrados al
trabajo de mar.
Hechas las presentaciones, Francisco sube a
cubierta para inspeccionar el barco. Desde la proa observa los dos palos sin
cruzar, aparejados con velas cangrejas. Adivina unos treinta y cuatro metros de
eslora y unos ocho de manga.
«No está mal», piensa.
–Espero que haya sido de su agrado,
capitán. El barco es muy seguro; y la tripulación, trabajadora. Lo aseguro.
Francisco confía en las palabras de
Gregorio. Desde el primer momento le causó buena impresión.
–Mañana hará su primer viaje. Hay que
transportar carga y unos pasajeros al puerto de Montevideo. El tiempo parece
bueno y la navegación por el río es tranquila. Será toda una experiencia para
usted.
–Seguro, don Juan –responde al instante
Francisco.
Los hombres se retiran del puerto en un
carruaje rumbo al centro de la ciudad. Urdagaray desciende en la calle Defensa
y Buenaventura continúa rumbo al hotel. Todo despierta la curiosidad del
capitán: carros, tranvías a caballo, jinetes. Una mezcla humana singular de
señores muy bien vestidos con sombreros y bastones, junto a purretes
andrajosos, saltando de un lado a otro.
Los preparativos de su primer viaje le han
despertado el apetito. Sueña con una buena paella. Don Jacinto, el dueño del
hotel, sabrá recomendarle un buen lugar.
–¡Francisco!
–¡Dominique!
La pareja se encuentra en la recepción del
hotel. Se saludan con un beso delicado que causa la aprobación de don Jacinto.
Tienen la frescura de sus jóvenes años y la ilusión a flor de piel.
A la mañana siguiente, muy temprano, el
capitán llega al embarcadero y sale a recibirlo el piloto.
–¡Buenos días, capitán!
–¡Buenos días, Gregorio!
Los hombres han simpatizado desde el
principio. Son paisanos y de buen carácter. Tienen una predilección por la vida
marinera que se advierte fácilmente.
–Capitán, la carga está en bodega y sólo
falta embarcar a nuestros pasajeros. Son dos: una dama y un caballero que están
esperando allí al lado de las berlinas. Ellos son la señorita Susan Harrison y
el señor Camilo Gaitán.
Gregorio, con un ademán respetuoso, los
señala y Buenaventura se acerca.
–Señorita Harrison… soy el capitán
Buenaventura y le doy la bienvenida al Andrea.
Con gesto ceremonioso besa su mano y le
dedica una amplia sonrisa. La dama, de profundos ojos azules y una cabellera
roja como el fuego, asiente con un movimiento de cabeza y baja la mirada. Su
largo vestido blanco culmina en un cuello cerrado que destaca su rostro
bellísimo. Lleva puesta una capa corta, ya que la mañana está algo fría. El caballero, muy serio él, lo saluda con un
apretón de manos.
Hechas las presentaciones, se procede al
embarque.
El pailebote se desliza suavemente hacia el
centro del Riachuelo. Los pasajeros se apoyan en la borda y observan en
silencio cómo el barco se aleja de la ciudad. Las cúpulas de las iglesias se
destacan contra un cielo limpio de nubes y de un azul intenso.
Son los primeros días de diciembre de 1871
y el calor del verano se insinúa. Por su anchura, el río parece mar.
Gregorio, el piloto, guía con pericia la
nave. Con pequeños golpes de timón sortea el tráfico intenso del río y los
bancos de arena. Buenaventura da órdenes a los marineros para desplegar las
velas.
El capitán no ha pasado desapercibido para
la señorita Harrison. En varias oportunidades clavó su mirada en él. No es para
menos, el español es un hombre atractivo. Es alto, de rasgos muy masculinos,
pelo y barba negros y unos ojos verdes que
perturban. Tiene la piel cobriza y un tono de voz grave que llama la atención a
quién lo escucha. Viste una gorra de capitán con vivos dorados, un gabán azul y
pantalones blancos impecables. Más que un capitán de pailebote, parece el
comandante de una flota.
–¡Capitán!
El que habla es el caballero Gaitán.
–¿Tiene usted un catalejo? Deseo apreciar
la ciudad desde aquí.
–A sus órdenes.
Acto seguido, Buenaventura le acerca el
instrumento que el hombre agradece con un gesto.
–Señorita Harrison…
–¿Sí, capitán?
–¿Usted es inglesa, verdad?
La muchacha sonríe con gracia.
–¿Se nota, no?
–Perdone mi atrevimiento. Hay tantos
europeos en esta ciudad…
–Verdad, Buenos Aires es muy cosmopolita.
Mi familia vino a este país en 1861 y se dedica a la cría de ovejas en la
Provincia, pero la ciudad los atrae tanto que venimos seguido para tomar
contacto con el mundo.
Buenaventura está fascinado con la
muchacha. No puede dejar de mirarla.
–¡Capitán!
El señor Gaitán interrumpe el hechizo.
–Diga usted.
–¿Cuándo calcula que llegaremos al puerto
de Montevideo?
–Si el viento no cambia de dirección, cerca
del mediodía.
–Usted, capitán Buenaventura, es español…
¿No? –pregunta Susan, retomando la conversación.
–Sí, señorita. Soy original de Almería.
Hace poco arribé a Buenos Aires y este es mi primer viaje.
–Felicitaciones.
–Gracias.
El capitán invita a los pasajeros al
pequeño comedor bajo cubierta. Allí los convida con un delicioso jerez y una
bandeja con trozos de queso y unos panecillos apetitosos.
El buen tiempo acompaña la travesía y la
briza del oeste empuja el pailebote que parece volar sobre las amarronadas
aguas del Río de la Plata.
–¿Señor Gaitán… qué lo lleva a Montevideo?
–indaga amablemente Francisco.
–Negocios, capitán, negocios.
Camilo Gaitán evade una respuesta directa.
Parece que es hombre de pocas palabras.
–Me dijeron que usted se dedica a las
importaciones.
La que habla es la señorita
Harrison, dispuesta a conocer los detalles.
–Es verdad, tengo negocios de importación
con los ingleses, los hago en Montevideo.
Gaitán es un calvo con gruesas patillas y
manos muy cuidadas. Hombre de
escritorio, según parece.
–¡Capitán!
El que interrumpe ahora es Gregorio.
–¡Vengan todos, les tengo una sorpresa!
Con premura suben la escalerilla y ya en
cubierta observan un espectáculo maravilloso: delfines.
–Delfines aquí, Gregorio… ¿Cómo puede ser?
–Sí, son delfines de río, de la especie
franciscana. Se los ve seguido.
Susan no sale de su asombro, jamás había
visto delfines. Brincan sobre el agua acompañando al pailebote. La dama se
aferra a un cabo del palo mayor y trata de mirarlos más de cerca.
–¡Cuidado, no vaya usted a caerse!
La mano firme de Buenaventura toma el
antebrazo izquierdo cuando el barco da un bandazo. Ella siente la presencia
masculina a su lado y se estremece.
–Gracias, capitán, ha sido usted muy
gentil…
El corazón de Francisco galopa y Susan,
sonrojada, trata de apartarse.
Los tripulantes del Andrea se miran
cómplices. El capitán parece embelesado por la inglesa.
El viaje continúa sin mayores sobresaltos.
El sol en el cenit baña el río con una luminosidad increíble. El día no puede
ser mejor. A los lejos se divisan los contornos, aún difusos, de la ciudad de
Montevideo.
–Señorita Harrison ¿Viaja usted por primera
vez a Uruguay?
–No, tengo a mis tíos en esa ciudad. Ellos
son las personas que más quiero en el mundo, aparte de mis padres.
–Pero… hay alguien más, ¿No es cierto?
El atrevimiento del capitán raya la
insolencia.
La risa de Susan es espontánea, vivaz.
Buenaventura ha ido lejos. Se ha jugado por una respuesta que, espera, no sea
lo que piensa…
–¡Capitán! ¿Es esto un interrogatorio?
–¡Perdone usted por ser un impertinente!
Sólo que…
–¡Capitán, capitán! Entramos al puerto de
Montevideo.
La voz de Gregorio interrumpe el diálogo.
Las arboladuras de numerosos barcos amarrados en el puerto conforman un paisaje
maravilloso que pone un telón de fondo a la conversación por demás
comprometida.
El pailebote se acerca lentamente al
amarradero. Gaspar y Florencio se encargan de los cabos de proa; Baltasar y
Amador trajinan con los de popa. La tarea será de cuidado: es necesario que la
embarcación quede perfectamente adosada al muelle. Pepino, el cocinero, les
grita en italiano, lo que causa carcajadas muy sonoras en sus compañeros. Es el
gracioso de la tripulación.
El capitán Buenaventura está muy nervioso.
El impacto que ha causado en su corazón la damita inglesa es muy fuerte. Por un
lado, siente culpa porque se da cuenta que de alguna manera ha engañado a su
amada Dominique. Durante el viaje sólo ha tenido ojos para Susan Harrison, la
pelirroja. Intuye que la está esperando un hombre, su prometido, quizás. Por
otro lado sabe que no le ha sido indiferente. La mujer ha vibrado ante su
presencia.
La intuición de Francisco se confirma. En
el muelle divisa una pareja de ancianos y un caballero elegantemente vestido
que agitan sus manos en señal de bienvenida.
–Capitán…
Buenaventura se sobresalta. A poca
distancia, Susan Harrison lo mira con una expresión indefinible. Su rostro
bellísimo lo perturba de tal forma que no atina a pronunciar palabra.
–Capitán… llegó la hora de la despedida.
Francisco se da cuenta que está locamente
enamorado de la dama inglesa y que es un delirio que eso le suceda.
–Ha sido un placer conocerla y espero verla
nuevamente… algún día.
El capitán se inclina para besar su mano y
ella tiembla como una hoja. La mujer sonríe, cómplice, con la eterna sabiduría
femenina a flor de piel.
–No lo dude un instante capitán, las
casualidades no existen…
Buenaventura se queda mirándola como un
estúpido, mientras que la señorita Harrison desciende con gracia la escalerilla
y se dirige presurosa al encuentro de los suyos.
Capítulo 3
El viaje de regreso lo tiene a Buenaventura
en la popa del pailebote. La angustia por la partida de la joven altera su
estado de ánimo. Está ensimismado y ajeno a la navegación.
–¡Capitán!
Como siempre, la voz de Gregorio lo
devuelve a la realidad.
–El viento sopla del este con fuerza…
–¡Sí, Gregorio, vela mayor a todo trapo!
–ordena Francisco.
El Andrea corta las aguas del Río de la
Plata con un fuerte impulso. Francisco, al timón, trata de alejar la imagen de
Susan, pero ésta ha quedado grabada a fuego en su memoria.
Los próximos años fueron de trabajo
intenso. Buenaventura realiza numerosos viajes al Uruguay y al sur de Brasil,
especialmente a Río Grande Do Sul. Carga y anónimos pasajeros acompañan sus
travesías. Los ingresos aumentan y esto permite al capitán adquirir una casona
antigua, muy bonita, con un amplio jardín cubierto de rosas y malvones. La vida
le sonríe. Su decisión de viajar a América no ha sido equivocada. Dominique es
una buena esposa y, con la paciencia que la caracteriza, tolera las ausencias
que los viajes de Francisco ocasionan. Al regreso sus encuentros son muy
románticos, llenos de una pasión alimentada por la espera.
El mar y Dominique son la razones de vida
para el intrépido español que las goza al por mayor.
Una mañana de mayo de 1878, Buenaventura
está frente a Urdagaray esperando instrucciones para sus nuevos viajes. El
hombre fuma displicente en medio de una montaña de papeles.
–Mi querido capitán, lo felicito por su
desempeño. El trabajo ha sido perfecto. Es el mejor oficial de mi flota.
–Muchas gracias, don Juan. Los barcos son
mi vida y el placer de navegar con ellos, infinito. Sólo hago lo que debo
hacer.
–Hace más, hace más, querido capitán. Pero
lo he citado por otro asunto. Hay un gran mercado para los viajes hacia la
Patagonia. Hay que transportar gente y carga a distintos puertos del sur.
Especialmente al lugar más austral del mundo: Tierra del Fuego y la ciudad de
Ushuaia, en plena construcción
–Hay que enfrentar el Atlántico sur…
–reflexiona con preocupación Buenaventura.
–Así es, capitán. Todo un desafío para
usted.
En ese momento Francisco recuerda las
palabras del capitán Aragón, comandante del vapor Aurora, sobre las
características de sus aguas. Sin embargo responde:
–El mar es mi hogar, don Juan, no hay
desafío que no acepte –responde con seguridad.
–Bien, capitán, usted será el primero de mi
compañía en abrir esta ruta. Aquí están las cartas de navegación y de paso le
presentaré al capitán Gonzalo Corvalán. Él ha hecho estos viajes cuando
trabajaba para una compañía de la competencia. Puede hacerle todas las
preguntas necesarias. Es un hombre de confianza.
–¿Algo más, don Juan?
–Sí, Buenaventura, casi me olvidaba. Mañana
por la noche haremos un ágape en el hotel Alcázar. Es el encuentro anual de las
compañías navieras de Buenos Aires. Usted y su esposa están invitados. Es de
rigurosa etiqueta. Mi secretaria le dará indicaciones para conseguir la ropa
adecuada y la dirección del hotel. Buenos días, capitán.
–Buenos días, don Juan, le agradezco la
invitación. Estaremos allí.
Un cálido apretón de manos culmina el
encuentro. Buenaventura baja las escaleras con entusiasmo. Las expectativas son
excelentes. No ve la hora de encontrarse con Dominique para comunicarle la
novedad. Sale del edificio, camina unas cuadras y sube a un tranvía que lo
dejará frente a su casa. El tranvía a caballo se mueve con lentitud, la gente a
su alrededor parlotea sin cesar. El capitán se sienta al fondo y se abstrae con
sus pensamientos. Un rostro de mujer se dibuja en su mente y esboza una breve
sonrisa. Es inútil, la muchacha inglesa lo obsesiona. Ha tratado de olvidarla pero su corazón no lo
acepta. La culpa lo invade, Dominique no se merece esto: es la mujer más
maravillosa que ha conocido y su devota esposa. Lo dejó todo por él. Eso no lo
hace cualquier mujer. Sólo ella, la bella francesita de Marsella.
–¡Dominique, mi amor! –exclama Francisco al
abrir la puerta.
–Querido, llegas justo para el almuerzo.
Madame Eugene preparó lo que tanto te gusta: paella.
Dominique es una mujer muy hermosa, de piel
blanca y cabello castaño abundante. Tiene unos bucles preciosos. Se mueve con
una gracia notable y sus manos son como pájaros que acompañan su graciosa forma
de hablar castellano con acento francés.
Su mejor compañía, madame Eugene, es una
señora francesa, inmigrante como ellos, que cuida de Dominique y realiza los
quehaceres del hogar. Es muy simpática y de alguna forma contiene a la dama
cuando añora el mundo europeo.
Ellos han cosechado algunas amistades
españolas y francesas que llenan sus días de alegres encuentros, porque los
Buenaventura no han procreado y sólo se tienen a sí mismos.
–Querida… traigo una noticia que te va a
encantar.
Dominique se puso muy inquieta.
–¡Dímelo, dímelo!
–Mañana por la noche tendremos un ágape de
gala. Don Juan Urdagaray nos ha invitado al encuentro anual de las compañías
navieras de Buenos Aires que se realizará en el Hotel Alcázar.
–¡Maravilloso, querido! Pero… no tenemos
ropa adecuada.
–No te preocupes, esta tarde salimos de
compras. La ocasión vale un sacrificio. Debemos intimar con ellos.
El carruaje, muy elegante, arriba al hotel
totalmente iluminado para la ocasión. Un sirviente se acerca, abre la puerta de
la berlina y extiende su mano para que Dominique descienda. La señora
Buenaventura está espléndida. Un largo vestido de color verde obscuro destaca
su silueta. Los que pasan se dan vuelta para admirarla. Por detrás, un marido
orgulloso extiende su brazo para subir las escalinatas rumbo al salón
principal. Francisco, de riguroso frac,
hace murmurar a las damas presentes. El capitán es un hombre alto, de caminar seguro
y el negro de su barba enmarca un rostro viril que impone respeto a los demás.
La recepción está repleta de hombres y
mujeres elegantes que no dejan de hablar y reír. Parece gente simpática.
Buenaventura se siente cómodo. El lugar tiene un piso de mármol impresionante
que brilla como un espejo. Alguien eleva su voz e invita al salón principal.
Allí están dispuestas numerosas mesas redondas preparadas para la ocasión. El
lugar es muy amplio. Su piso, cubierto por una alfombra de color ámbar, contrasta
con la madera lustrada y obscura del mobiliario. La luz de los candelabros
proporciona un ambiente intimista y romántico. En un rincón la orquesta
interpreta los tradicionales valses de Strauss.
–¡Capitán Buenaventura!
La voz de Urdagaray se hace escuchar.
–Es un honor que usted participe de nuestro
encuentro.
–El honor es mío, don Juan.
–Le presento a mi esposa Dominique.
Don Juan la observa con admiración y presto
se inclina para besar su mano.
–Un placer, señora. Es más hermosa de lo
que imaginé. Felicitaciones, Francisco.
–Gracias.
–Adelante, por favor, vuestra mesa es
aquella junto al ventanal. Tendrán una agradable compañía. Ya lo verán.
La
pareja se dirige a la mesa y un sirviente los acomoda. Saludan formalmente a
una pareja mayor que los recibe con simpatía. El hombre es un marino retirado
de nombre Eduardo Lentieri y está acompañado de su esposa, doña Mercedes Acuña,
aragonesa de origen, pero muy porteña.
Al rato, dos parejas se acercan y saludan
formalmente. Son dos matrimonios: el señor y la señora Gallardo, los más
jóvenes, y el matrimonio Esquivel, algo mayor. Hechas las presentaciones todos
conversan animadamente. Buenaventura está muy feliz. Todo encaja en su nueva
vida. Una mujer hermosa, un trabajo prometedor y un mundo de posibilidades en
esa ciudad que lo asombra a cada instante. La cena empieza a servirse y los
platos con exquisiteces provocan el asombro de los comensales.
La cena transcurre entre conversaciones
triviales y copas de champaña al por mayor. Dominique se muestra radiante,
plena, como nunca antes Buenaventura la había visto.
A la medianoche Urdagaray, que preside la
fiesta, invita a los presentes al baile. Numerosas parejas, entre ellas el
matrimonio Buenaventura, aceptan con entusiasmo y los valses suenan
majestuosos.
–¡Capitán!
Francisco se da vuelta y junto a él un
exultante Urdagaray requiere su presencia.
–Le quiero presentar a uno de mis mejores
clientes. Acompáñeme por favor.
Dominique asiente y Francisco sigue a su
jefe hasta un grupo de caballeros muy elegantes. Todos lo saludan con
deferencia.
–Capitán Buenaventura, le presento a Walter
Morgan. Un hombre de negocios muy importantes con estancias en la Provincia de
Buenos Aires y actividades comerciales en Montevideo.
–Encantado en conocerlo, señor Morgan.
Francisco reprime un deseo imperioso. El rostro de Susan Harrison cruza por su
mente y el corazón se acelera.
–Así que usted es el capitán del cual habla
tanto y tan bien mi amigo Urdagaray.
–Cumplo con mi deber. Eso es todo.
Tengo entendido que usted viajará al sur en
la próxima primavera.
–Así
es, tendré el honor de inaugurar la ruta a la Patagonia.
–Lo
felicito.
–Gracias.
Le quiero hacer una pregunta, señor Morgan, si no le incomoda.
–Hágala, por favor.
–¿Usted conoce a la familia Harrison?
–Por supuesto, capitán. Somos grandes
amigos. Ellos tienen un establecimiento ganadero de proporciones en la
provincia. ¿Los conoce, capitán?
–No a ellos, pero sí a su hija, Susan. Tuve
el agrado de transportarla a Montevideo, hace unos años.
–¡Ah, Susan, Susan Harrison de Taylor! La
señorita Harrison se casó con Paul Taylor, un importante hombre de negocios, y
creo que se encuentra en la provincia de Río Negro administrando con su esposo
un establecimiento de campo. Un gran amigo Paul.
La noticia cae como un balde de agua fría
en el ánimo del capitán Buenaventura. Sus fantasías han estallado como un
cristal delicado. La conversación continúa pero él ya no escucha. El capitán regresa
a la mesa, ensimismado y taciturno.
–Francisco, ¿Qué ha sucedido?
–Nada, querida, nada. Sólo que estoy muy
cansado. Deberíamos partir.
El
carruaje cruza la ciudad cubierta por una espesa niebla. Las luces de las
farolas apenas visibles, les dan un aspecto fantasmal a los pocos transeúntes
que circulan en la madrugada porteña.
Dominique dormita apoyada en el hombro de
su esposo. Francisco está lleno de culpas. El recuerdo de Susan lo inquieta, ha
pasado el tiempo y no desaparece.
«Esto se tiene que acabar, sólo es una
fantasía. Mi realidad es Dominique y así debe ser».
Con un movimiento de cabeza intenta alejar
sus pensamientos, mientras que el carruaje se pierde por las calles de Buenos
Aires.
La vida del capitán Buenaventura sigue su
curso con innumerables viajes a Brasil y las primeras incursiones al sur: Mar
del Plata y Bahía Blanca fueron sus primeros destinos. Corre 1884.
Al regresar de su último viaje, Dominique
lo recibe como siempre, pero el capitán nota que algo no anda bien.
–¿Querida, sucede algo?
–Nada, Francisco… sólo he tenido un
desmayo. El médico opina que debo descansar. Nada más. No hay que preocuparse.
Buenaventura permanece en silencio. La
respuesta suena a evasiva. Conoce tanto a su esposa que sus palabras, más que
tranquilizarlo, lo han dejado muy preocupado.
A la mañana siguiente y con la excusa de
una reunión de negocios, Buenaventura visita al doctor Avellaneda. Quiere una
respuesta objetiva porque supone que su
esposa no le ha dicho la verdad.
–Doctor Avellaneda: ¿Qué sucede con
Dominique?
El médico lo invita a sentarse. Las malas
noticias deben expresarse con cuidado.
–Estimado capitán Buenaventura, su esposa
tiene el corazón muy débil… es de cuidado.
Francisco permanece en silencio. La
noticia, inesperada, golpea directo en su alma.
–¿Su vida peligra, doctor?
–No lo sé con seguridad, capitán, pero la
señora tiene un corazón muy frágil, habrá que estar muy atentos.
Buenaventura se pone pálido, la noticia es
inesperada.
Una pasión en la tempestad por Fernando Cianciola se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
Continuará la próxima semana.
Capítulo 4
La mañana es tormentosa; el oleaje del río,
poco amigable; y los barcos navegan con dificultad. Truenos y relámpagos
acompañan los preparativos de la travesía del pailebote.
–¡Gregorio! –la voz de Buenaventura suena
grave.
–¿Sí, capitán?
–Tendremos un viaje peligroso, así que
explique a los hombres que se concentren en cada maniobra. Esquivar los bancos
de arena será primordial. No me falles, Gregorio.
–Todo saldrá bien, capitán, no se preocupe.
–¡Gaspar, Manuel, Amador! –ordena con
reciedumbre el piloto.
–¡Orienten las velas y desplieguen el foque
con cuidado, no quiero encallar!
El alma de Francisco se agita en un mar de
dudas y presagios. Él no quería viajar, pero Dominique insistió. La compañía
había tenido algunos percances económicos y era imprescindible concretar nuevos
viajes a fin de recuperarse. Se lo había pedido personalmente Juan Urdagaray.
Francisco al timón. Esta vez desplazó a
Gregorio y se hizo cargo del barco. La mañana está difícil, hay una sudestada
impresionante que inclina el pailebote a babor.
Llevan dos horas de navegación y las olas
chocan violentamente contra el casco, provocando inestabilidad. Los hombres
aferrados a los cabos caminan la cubierta con temor. En la bodega, algunos
cajones se han soltado golpeando violentamente
contra las cuadernas laterales. Una vía de agua aparece a estribor.
Baltasar lo advierte y emerge por la escotilla a los gritos.
–¡Gregorio, Gregorio! Vía de agua a
estribor.
–¡Maldición! –exclama con furia el piloto.
–¡Florencio, Pepino! Manos a la obra, hay
que taponarlas.
Los marineros bajan presurosos. Deben
reparar la avería con rapidez: dada las condiciones climáticas, una vía de agua
de esas características hundiría el pailebote en menos de una hora.
Francisco al timón hace esfuerzos
increíbles para gobernar el barco. La tormenta arrecia, la luz es escasa y las
olas barren la cubierta con fiereza. El bauprés se hunde una y otra vez
cortando las olas. El español recuerda una tormenta semejante, ocurrida en el
Mar Adriático, frente a las costas italianas. Estuvieron a punto del naufragio.
–¡No podrás conmigo, maldita tormenta!
–grita enloquecido Francisco.
El capitán, totalmente mojado, se aferra
con desesperación al timón. El barco resiste. Es duro, como Buenaventura.
Afortunadamente la avería fue reparada y
Gregorio le comunica la noticia con optimismo. No todo es una desgracia en el
accidentado viaje.
–¡Montevideo a la vista, capitán!
El que grita es Florencio, aferrado a un
cabo en la proa del Andrea.
«Gracias a Dios», piensa aliviado
Francisco.
Pepino comienza a cantar una canzonetta y todos lo imitan. La
tormenta amaina y los hombres festejan la suerte corrida. Buenaventura recorre
el barco siguiendo la crujía para verificar si hay daños en la arboladura.
Comprueba con preocupación que el mástil del trinquete tiene una grieta. Eso
significa reparaciones y algunos días en Montevideo.
Buenaventura decide alojarse en un hotel
cercano al puerto y recorrer la ciudad. Parece bonita: muchas plazas, calles
empedradas y los árboles de un verde intenso. Su primera tarea antes de
alojarse fue enviar un cable telegráfico a las oficinas de la compañía para
informar sobre el contratiempo y las demoras del regreso. La respuesta llegó
con prontitud junto a un informe sobre la salud de su esposa: sin novedades.
Luego de un frugal almuerzo, decide
caminar. El puerto, como todo puerto, mezcla gente de distintas razas. Muchos
negros generan algarabía, tocan tambores con un ritmo endiablado al son de una
música que lo atrae: el candombe. Decide
entrar en una fonda, «la trigueña», y pedir una copa de licor.
El ambiente es modesto, tiene una
decoración marinera que lo conforta. Se sienta en un rincón cerca de la
ventana. Desde allí se divisa la Bahía de Montevideo. Negros nubarrones
permanecen en el horizonte, pero el sol reina en la tarde uruguaya.
–¡Mesero!
Un simpático hombrecillo se acerca.
–Diga usted, señor.
–Una botella de ron, por favor.
–Enseguida, señor.
El ron es un buen amigo en momentos aciagos
como este. Un barco averiado, una esposa delicada y distante, y la presencia de
un fantasma llamado Susan.
El ron quema su garganta y aquieta las
penas. La cabellera pelirroja de la inglesita revolotea ante sus ojos. Una
verdadera tortura. Es imposible
olvidarla. Al salir de la fonda le llama la atención la fortaleza del Cerro de
Montevideo y un imponente faro de mampostería que le recuerda que su vida
necesita una luz que guíe sus pasos.
Luego de dos largos y aburridos días, el
pailebote está en condiciones de navegar y Buenaventura apura la partida.
Decide viajar de noche. El tiempo es perfecto y la luna baña las tranquilas
aguas del río.
Francisco está con Gregorio junto a la
camareta de popa. El piloto al timón, permanece en silencio. Su patrón no la
está pasando bien. Sabe que su esposa padece de un corazón débil y él no puede
estar junto a ella.
«Sufrimiento de marinero», piensa el
piloto, mientras guía con pericia el barco, trapos al viento a más veinte
nudos. El cielo, completamente estrellado y la noche, con una temperatura muy
agradable, acarician el alma de los hombres del Andrea en su viaje rumbo a
Buenos Aires.
El amanecer los toma en la entrada del
Riachuelo. Buenaventura está inquieto. Tiene malos presagios. Sólo piensa en
Dominique. El muelle hierve de obreros ruidosos que inician la tarea del día.
Un carruaje negro con caballos blancos lo está esperando. Es Juan Urdagaray en
persona. El hombre se acerca solícito y extiende su mano.
–Buenos Días, capitán. He venido a buscarlo
en persona, su esposa no está bien y quiero llevarlo cuanto antes.
Francisco aprieta la mano de su patrón sin
emitir palabra alguna. La noticia lo ha dejado mudo. Los hombres ascienden al
carruaje y el cochero azuza las bestias que parten raudamente. Los ruidos
urbanos lo perturban, su pensamiento está concentrado en Dominique. A pesar de
sus fantasías, ama a esa mujer, es su razón de existir. Al llegar a su casa, lo
recibe madame Eugene. Nota lágrimas en sus ojos y un leve temblor en sus
labios.
–¿Cómo está Dominique? —Pregunta
desesperado Francisco.
–Muy mal, capitán, muy mal…
El que responde es el doctor Avellaneda.
–¡Dominique! ¡Querida!
Buenaventura toma delicadamente sus manos y
la besa en la frente. La mujer, acostada, apenas sonríe. Su palidez asusta.
–¡Te pondrás bien, amor! –dice el capitán
sabiendo que sus palabras no torcerán el destino.
El doctor Avellaneda toca su hombro y le
indica que lo siga hasta la sala. Allí, junto al ventanal que da al jardín de
rosas y malvones, le confiesa, casi con un aire paternal, la tremenda verdad: a
Dominique sólo le quedan algunas horas de vida. Su corazón no resiste más.
–¡No puede ser!
Francisco hunde el rostro entre sus manos y
se desploma en un sillón. Lo que ayer parecía un porvenir venturoso torna en un
camino sin salida. Dominique va a morir y su vida no tiene sentido.
Al atardecer y con un sol apenas oculto por
las nubes, Dominique expira entre los brazos de Francisco. Eugene, el doctor
Avellaneda y Juan Urdagaray, son mudos testigos de la desgracia.
A la mañana siguiente, el cortejo fúnebre
sale rumbo al Cementerio de la Recoleta. Urdagaray, en un gesto que lo
ennoblece, decidió que los restos de Dominique sean alojados en el panteón
familiar. La carroza fue acompañada por
un grupo reducido, pero muy caro a los sentimientos del capitán Buenaventura.
Allí están sus amigos argentinos y toda la tripulación del Andrea. El responso
final cierra un día de enorme tristeza para Francisco. Su amada Dominique se ha
marchado.
Una semana después, Buenaventura está como
perdido. Sus días transcurren en un encierro total. La casa permanece a oscuras
y madame Eugene poco puede hacer por ese hombre destrozado. Ya no es el mismo:
el descuido personal es notable y las botellas de ron empiezan a multiplicarse.
Busca ahogar el dolor con la bebida. El dormitorio es un verdadero santuario.
Una pintura con el hermoso rostro de su amada tiene una vela encendida y es
objeto de culto de nuestro desgraciado capitán. Todo en esa habitación le recuerda
a Dominique.
Francisco, tirado en la cama, repasa los
años de vida junto a ella, desde la lejana Almería, con sus cálidos veranos, la
briza africana y esa maravillosa luna reflejada en el Mediterráneo, hasta los
paseos por Palermo, aquí, en Buenos Aires. Cada recuerdo es una daga que se
clava en lo profundo de su corazón. Esboza una sonrisa cuando la recuerda
aprendiendo a bailar tango, esa danza exótica de los porteños. El capitán no come, no duerme. Sólo consume ron y fuma
en silencio. Más que un capitán al mando de un pailebote es un despojo a punto
de morir.
Una mañana cualquiera, seis meses después,
golpean a la puerta de la casona de Buenaventura. Eugene acude presurosa y allí
está, parado frente a ella, Juan Urdagaray en persona. El hombre, decidido,
viene en busca del capitán.
–Buenos días, señora. ¿Podré ver al
capitán?
Eugene lo mira con tristeza y con un gesto
lo invita a pasar.
–El capitán no quiere recibir a nadie, pero
si usted insiste…
–Claro que insisto. Es una locura, hace más
de seis meses que el hombre está encerrado y destruyendo su vida. Debemos hacer
algo para recuperarlo.
–Ojalá, ojalá… -repite Eugene con
desaliento.
Urdagaray golpea la puerta del dormitorio
con insistencia.
–¡Capitán Buenaventura! Debe volver a la
compañía, lo necesito.
Sólo le responde el silencio. Nuevos golpes
en la puerta, pero nada. Buenaventura
dormita entre los vahos del alcohol.
Urdagaray insiste. Su enojo va en ascenso.
–¡Maldita sea, hombre! Tengo el Andrea en
reparaciones y otro barco listo para zarpar. Necesito un capitán, ¡Tengo una
goleta por estrenar!
De pronto los ojos entrecerrados de
Francisco se abren. La palabra goleta suena como una música celestial en sus
oídos. Se ve en el puerto de Almería fascinado ante la blanca imagen de aquella
goleta de la niñez. Su barco preferido.
–¿Ha dicho goleta…. don Juan?
Urdagaray sonríe. Ha dado en el clavo. Sabe
que una goleta es el punto débil del capitán.
–¡Sí, capitán! ¡La mejor goleta del mundo y
será suya, si decide salir de esta cueva!
Don Juan y Eugene permanecen expectantes.
Al rato, la puerta se abre y una sombra
llamada Buenaventura se recorta en el dintel. Está avejentado y con algunas
líneas de plata en su pelo. No es el hombre que llegó por primera vez a sus
oficinas buscando trabajo.
Don Juan no duda y se funde en un abrazo
fraternal con ese hombre que ha llegado a respetar y querer.
–¡Animo, capitán, la goleta lo está
esperando lista para zarpar!
Buenaventura sonríe y Eugene agradece a
Dios el milagro. Ese es el hombre que ella conoce.
Dos días después, en horas de la mañana, el
carruaje con Urdagaray y Buenaventura llega al puerto. Los hombres descienden y
se encaminan hacia una maravillosa goleta blanca que se mueve suavemente
amarrada al muelle.
Francisco, con sus ropas marineras y una
sonrisa luminosa, saluda a sus hombres que, alineados, esperan sus órdenes. El
capitán los ignora por un momento, hipnotizado con el barco. Se acerca
lentamente y sus ojos recorren la embarcación de proa a popa. Foques,
trinquete, palo mayor y mesana. Todo en orden y con lienzos impecables. La
cubierta con su madera lustrada parece invitarlo.
–¡Te llamarás Dominique! -Grita con
emoción.
Todos aplauden. El capitán Buenaventura, el
que ellos conocen, ha regresado.
Capítulo 5
Corre Septiembre de 1886 y la primavera se insinúa
sobre Buenos Aires. Tímidamente los árboles comienzan a florecer. La mañana es
fresca y los rayos del sol entibian a los transeúntes que circulan por las
calles aledañas a la flamante Plaza de Mayo, antigua Plaza de la Victoria.
Urdagaray y el capitán Buenaventura esperan
ser atendidos en el elegante Café Tortoni, en plena calle Rivadavia.
–Capitán, me alegro de verlo recuperado.
Tengo planes para usted.
–Gracias, don Juan. No sé qué hubiera hecho
sin usted. Perdí el rumbo y aquí estoy con deseos de navegar.
–¡Excelente, Buenaventura! He decidido
encarar los viajes hacia Tierra del Fuego. Si bien el vapor es el futuro, sé
que usted es un romántico y la vela es su inspiración. Las goletas con viento
favorable vuelan sobre el mar y eso implica ganar mucho tiempo, cuando los
compromisos urgen. La ciudad de Ushuaia
está en plena construcción y se necesitan elementos vitales para esa
tarea. Es un largo viaje pero en sus manos la misión está asegurada.
–Gracias por su confianza, don Juan. Haré
méritos por lograrla satisfactoriamente.
–Nos vemos mañana en mis oficinas y
ultimamos los detalles. ¡Buenos días, capitán!
–¡Buenos días, don Juan!
El 16 de Septiembre de 1886, la goleta
Dominique deja atrás la desembocadura del Río de la Plata y gira a estribor con
las velas hinchadas por el viento, rumbo al Atlántico sur. Navega cerca de la
costa. El color de las aguas ha cambiado y el verde azulado del océano le
advierte que navega en mar abierto. Buenaventura aspira profundamente el aire y
sus pulmones se hinchan de gozo. Está navegando y eso le da significado a su
vida.
En horas de la tarde el viento se reduce y
la nave avanza lentamente. Las aguas quietas del océano se han vuelto
amigables, pero no hay que confiarse: su carácter díscolo lo vuelve temible. Un
grupo de gaviotas se posa en la verga del palo mayor. La goleta navega frente
al Cabo Corrientes rumbo a Carmen de Patagones y Viedma. Buenaventura se dirige
al castillo de proa y desde allí su pensamiento se pierde entre las olas.
Enciende la pipa, su compañera de navegación, y el fuerte aroma del tabaco
holandés despierta sus sentidos. Los hombres permanecen bajo cubierta. Sólo él
y Gregorio contemplan las luces rojizas del atardecer. Dominique está presente en cada instante. Su
recuerdo lo entristece pero su vida, como su goleta, pone proa hacia el futuro.
Al cabo de una semana de navegación
remontan el Río Negro rumbo al puerto de Viedma. La Dominique, con tres metros
de calado, ingresa sin dificultades por la boca del río. Siete millas más
adelante atracan en el muelle. Realizan la descarga de algunos elementos que
son recibidos por representantes de la compañía. Buenaventura aprovecha para
enviar un mensaje telegráfico explicando que la goleta navega sin problemas. Al
amanecer del siguiente día, zarpan para
continuar su viaje.
El movimiento de nubes preocupa al capitán.
Su olfato marinero percibe la cercanía de una tormenta. El viento cambia
constantemente de dirección y obliga a
los tripulantes a maniobrar constantemente con las botavaras y los cabos.
La Dominique navega a 18 nudos con todos
los trapos al viento. Las velas escandalosas al tope del palo mayor y el palo
de mesana le dan una velocidad notable. Buenaventura es un hombre feliz. Ama
las goletas y ésta responde a las mil maravillas.
La embarcación navega en ceñida con fuertes
vientos de barlovento. La mano experta de Gregorio evita que la escora sea
peligrosa.
–¡Capitán, la fuerza del viento va en
aumento y el mar está muy agitado, debemos disminuir la velocidad!
–¡Tranquilo, Gregorio, la goleta aguantará!
La situación empeora con el paso de las
horas. Una tempestad amenaza con furia. Están navegando a la altura de Punta
Bermeja, Golfo de San Matías, y una voz interior le aconseja a Francisco evitar
el combate.
–¡Gregorio, a estribor, entraremos en el
Golfo en busca de una cala!
El piloto respira aliviado. Los hombres se
mueven rápido para recoger las escandalosas y rizar convenientemente el
trinquete, la vela mayor y la mesana. A medida que se alejan del mar abierto,
las aguas se tranquilizan y la animosidad de los marineros aumenta. Se gastan
bromas unos a otros con esa camaradería que brinda el trabajo en el mar.
El golfo tiene unos 118 kilómetros de ancho
y con aguas profundas que permiten una navegación perfecta. Buenaventura con el
catalejo en mano, observa la costa en busca de una cala para guarecerse. Las
últimas luces del día le permiten divisar una bahía cerca de Punta Norte, en la
Península de Valdés.
Pepino se acerca con jarros de café
caliente que Gregorio y Francisco agradecen. El frío comienza a apretar.
La costa es un verdadero espectáculo de
elefantes y lobos marinos que entran y salen del agua. Bandadas de gaviotas y
cormoranes acompañan la lenta marcha de la goleta. La tempestad se ha marchado
hacia el sur y paulatinamente las nubes de abren para mostrar un cielo
estrellado y una luna blanca como la nieve.
La Dominique detiene la marcha a cierta
distancia de la costa. Baltasar y Amador determinan finalmente que la
profundidad es suficiente para arrojar el ancla. Han sondeado con pericia, bajo
la atenta mirada del capitán. Baltasar apea el ancla sobre el capón y cerca de
la superficie del agua. Todo está listo
para tirarla al fondo.
–¡Arrójenla! –ordena Buenaventura con
reciedumbre.
La goleta queda fondeada en la pequeña
cala. Las lámparas de aceite iluminan la cubierta, los hombres aseguran las
velas en las botavaras y Gregorio traba el timón. Pepino los llama a cenar y un
tropel famélico desaparece de cubierta. Sólo queda un hombre: Francisco. La
costa patagónica es un verdadero páramo. La soledad invade su alma. Los
recuerdos en tropel lo deprimen. Por su cabeza desfilan escenarios placenteros
y el rostro de Dominique. Eso duele, duele mucho, su partida es algo difícil de
olvidar. Con resignación hurga en su gabán en busca de tabaco para encender la
pipa. Aspira con ansiedad en busca del
placer de fumar. La noche, apacible, lo envuelve todo. Una canción marinera
emerge por la escotilla para arrullar los pensamientos de Buenaventura. La
acompaña el sonido triste de un bandoneón.
El amanecer se insinúa en el horizonte y la
batahola de la fauna circundante despierta a los marineros. Buenaventura ya se encuentra en cubierta.
Saluda a todos con buen ánimo. El «tano» en la cocina prepara café y pan, que
todos esperan con ansias. Necesitan energías para iniciar la faena.
Baltasar y Amador, los marineros criollos,
se encargan de levar anclas con la serviola. El crujido cuando el arrastre de
la cadena les avisa que el viaje está por reanudarse.
Florencio se hace cargo de los foques y el
trinquete. Gaspar y Manuel de la vela mayor y la de mesana. El viento favorable
infla los lienzos que empujan con fuerza el barco rumbo al Atlántico. El día
está nublado y el pronóstico se vuelve indescifrable.
–Habrá que navegar con cuidado… creo que
tendremos mal tiempo en cualquier momento.
–Así es, capitán, bordearemos la Península
de Valdés y si la cosa se pone fiera, alguna cala del Golfo Nuevo nos protegerá
–dijo Gregorio con sabiduría.
–Esperemos que no, hemos perdido tiempo
–exclama preocupado Buenaventura.
–¡Icen las escandalosas, muchachos, a todo
trapo!
La goleta escora con el impulso, pero la
mano experta de Gregorio la estabiliza. La Dominique cabecea y el bauprés se
hunde cortando una ola que cubre de espuma el castillo de proa.
Francisco observa el accionar de sus
hombres. Todos ellos son leales y muy valientes. Han dejado como él tierra
firme para arriesgarse en un trabajo peligroso.
Gregorio, el asturiano, es un hombre con
familia. Tiene dos hijos que trabajan la tierra. Su esposa se queja por las
ausencias pero respeta la pasión marinera del hombre. Tiene más de sesenta años
y una invalorable experiencia en el mar.
Aprendió a navegar en el Cantábrico.
Gaspar, el chileno, no supera los veinte
años y es el más novato de todos. Sin embargo tiene un carácter alegre y sus
ocurrencias divierten a sus compañeros. Una novia en cada puerto, respetando la
tradición.
Manuel, el portugués, es un bebedor
empedernido que más de una vez terminó preso por las peleas en los bares del
puerto. Todo un personaje, pero muy trabajador. Un soltero a muerte.
Pepino, cocinero y un «tano» de ley, es el
alma del grupo. Canta todo el día y su comida es de las mejores. Es viudo y
debe de tener como cincuenta años. Florencio, Baltasar y Amador son primos. No
deben de superar los veinticinco años. Su laboriosidad es notable. La jornada
transcurre sin contratiempos. La goleta navega a más de 19 nudos y con las
velas totalmente desplegadas. La temperatura, a pesar de la primavera, es baja:
apenas cuatro grados y en descenso.
Buenaventura se retira a su camarote. Si
bien la goleta es estrecha, tiene sus comodidades. Una pequeña biblioteca, una
litera empotrada a estribor, un escritorio abatible y una silla. Cuelga el
gabán y la gorra con displicencia. Toma
de un estante una copa y su botella de ron preferida. Sobre el escritorio, una
fotografía enmarcada con el rostro de su bella esposa tiene un marco de plata
bellísimo. A la izquierda, en una caja de madera labrada, el anillo de
Dominique y pétalos de rosa disecados. Su camarote alberga muchos recuerdos que
acompañan los días de Francisco. Hacia el centro del escritorio, la bitácora y
una biblia con tapas de cuero.
La noche abraza la goleta que navega en un
mar calmo. El cielo, limpio de nubes, exhibe un sinfín de estrellas y la luna,
como un vigía, acompaña el derrotero de la nave. Todo parece estar perfecto.
–Capitán.
La voz de Gregorio lo saca de sus
cavilaciones.
–La noche está tranquila, descanse,
cualquier cosa que suceda lo llamo.
–Se lo agradezco. Buenas noches.
–Buenas noches, don Francisco.
El olor a café despierta a Buenaventura.
Parece que todo está listo para el
desayuno.
–¡Pepino, bien negro, por favor!
–¡Presto,
mio capitano!
–Parla
en español «tano», estás en la Argentina.
–Io
non sono habituato mio capitano, perdono.
Francisco ríe con ganas cuando de pronto la
goleta escora con violencia. El café caliente cae sin piedad sobre sus piernas.
–¡Maldición! –grita enojado.
–¡Capitano!
El gringo corre solícito para auxiliar a su
patrón. Este murmura insultos varios, mientras trata de aliviar la quemadura
con un trapo mojado.
–Me parece que se terminó el buen tiempo
–exclama pensativo mientras abriga su cuerpo.
–¡Gregorio! ¿Qué diablos pasa?
El piloto le indica con la mano hacia
proa. El horizonte le devuelve una
imagen terrible: enormes nubes se desplazan hacia la goleta. Los relámpagos
anuncian una tempestad y el día se ha vuelto noche. En contados minutos las
nubes están sobre la nave y la lluvia se descarga con fiereza. Los hombres se
mueven veloces para arriar las velas.
–¡Ricen, carajo! –grita, desesperado,
Francisco.
La escora es pronunciada. A los gritos,
Buenaventura ordena cada paso intentando mantener el equilibrio de la
embarcación. El viento arrecia y el primer foque se desprende y desaparece en
la oscuridad. Las olas, enormes, barren la cubierta.
Francisco y Gregorio están junto al timón
pensando cómo salir del aprieto.
–¡Gregorio, creo que estamos cerca del
Golfo de San Jorge!
El rugido del Atlántico enardecido apenas
permite que Gregorio escuche sus palabras.
–¡Capitán, sugiero ponerse al pairo! –grita
con desesperación el piloto.
–¡Hagámoslo, Gregorio!
Con gran habilidad el piloto pone la goleta
contra el viento y el capitán ordena a los hombres colocar una vela mayor
pequeña cazada a una banda y un foque pequeño cazado por la otra banda.
Gregorio inmoviliza el timón para contrarrestar que el barco gire a sotavento y
se arrojan cabos gruesos al mar para disminuir la deriva. La Dominique queda
parada y con posibilidades de sobrevivir. Sin embargo el viento endemoniado que
azota con inusitada violencia desprende los cabos que aseguran la botavara del
palo de mesana, haciéndolo girar de tal forma que da de lleno en el rostro de
Manuel. El desgraciado cae al agua pero logra aferrarse a unos de los cabos de
arrastre.
–¡Hombre al agua por estribor! –grita desesperado Gaspar. Los hombres de
cubierta se acercan rápidamente para auxiliarlo. El peligro no ha desaparecido,
porque la botavara se mueve libremente barriendo la cubierta y destrozando lo
que encuentra a su paso. Florencio y Amador, arrastrándose para evitar un golpe
fatal, llegan a la borda, aferran el cabo y sacan al portugués, totalmente
ensangrentado y con una profunda herida en el cráneo. Un nuevo y fuerte embate
por babor escora peligrosamente la goleta y el empuje de la botavara agrieta el
palo de mesana y con un gran estrépito lo derrumba. Francisco se da cuenta que el palo de mesana
caído a estribor los hundirá.
–¡Gaspar, Pepino! ¡Traigan las hachas,
pronto!
La escena es dramática, el barco escorado
al límite; Gregorio atado al timón para sostenerse; Florencio y Amador
arrastrando a Manuel hacia la camareta de popa y Buenaventura como un demente,
golpeando el palo de Mesana. Gaspar lo sigue, intentando cortarlo. El palo
resiste y una nueva ola se acerca vertiginosamente.
–¡Dios! –grita desesperado Francisco y
Gaspar se santigua.
Capítulo 6
Con un esfuerzo supremo, Francisco aplica
un golpe violento y el palo desaparece por estribor, al momento que la ola
barre la cubierta. La nave se estabiliza sorteando con éxito el instante de
zozobra.
Los hombres se abrazan maldiciendo en
conjunto y el capitán ordena proa hacia el Golfo de San Jorge.
La tempestad ha perdido su virulencia pero
un nuevo peligro los acosa: la niebla. Un manto espeso lo cubre todo y es imposible
ver algunos metros más adelante.
–¡Lentamente, Gregorio, lentamente!-ordena
el capitán.
La cubierta de la goleta es un estropicio.
Hay cabos sueltos, los botes de salvamento están fuera de lugar y la botavara
del palo caído destruyó parte de la borda a estribor.
Avanzan un tanto a ciegas, usando la
brújula para orientarse. Con los foques desplegados y la vela cangreja del palo
mayor medio rizada, buscan impulsar la nave y escapar del mar abierto; la
velocidad aumenta a cada paso y el peligro de la tormenta declina. Sin embargo,
la búsqueda de una cala significa un nuevo contratiempo: los arrecifes.
Buenaventura baja presuroso a los camarotes
para interiorizase del estado de Manuel. Florencio y Pepino lo atienden como
pueden. Lo han vendado pero el portugués continúa inconsciente.
–¿Parece grave la herida? –pregunta con
preocupación Francisco.
–Creo que sí, capitán… -le contesta
Florencio.
Buenaventura coloca su mano en la frente
del portugués y advierte que vuela de fiebre.
–Cúbranlo con dos mantas y apliquen
compresas frías. Hay que bajar la calentura.
Los hombres están exhaustos. Llevan horas
luchando con el mar. Están totalmente mojados y tiritando de frío.
–¡Pepino, prepara mucho café! –hay que
mantenerlos despiertos.
–¡Cuidado! ¡Arrecife a estribor!
Amador, con un grito, advierte el peligro.
El golpe de timón evita una catástrofe. La goleta navega al borde del
precipicio. Un error y el mar se los traga.
Buenaventura consulta las cartas de
navegación y el punto más cercano para guarecerse es Cabo Blanco. El mar sigue
muy agitado, pero la niebla por fortuna se disipa. Francisco apunta con el
catalejo y la costa santacruceña se perfila en el horizonte.
–¡Tierra, maldita sea, tierra!
Buenaventura ordena rizar velas para un
acercamiento lento. Tiene que ubicar una cala y cuidarse de los arrecifes
ocultos bajo el agua. Amador a estribor y Baltasar a babor no pierden detalle a
medida que avanzan. Son la voz de alarma ante el peligro.
Se nota la tensión a bordo: después de
largas horas de lucha endemoniada con la tempestad, deben sortear el último
obstáculo para encontrarse a salvo. Nadie sospechó un viaje tan accidentado. La
Dominique aguantó estoicamente la bravura del Atlántico y la mano experta del
capitán los ha guiado con acierto.
Los hombres están hambrientos, sólo han
tomado café para mantenerse despiertos. Urge anclar la goleta y buscar refugio
en tierra.
-¡Capitán!
¡Arrecife a estribor! –grita Amador.
El aviso del marinero llega tarde. Un golpe
de viento desvía la nave y el encontronazo con la punta saliente de un arrecife
hiere la goleta por estribor.
Florencio y Pepino, que están junto a
Manuel, se miran asustados. El ruido proviene de la proa y el agua penetrando
los termina por aterrorizar.
Los hombres, sin pensarlo, toman lo que
encuentran a mano y buscan desesperados la vía de agua. Mientras tanto,
Buenaventura escruta el horizonte casi desesperado, tratando de localizar una
caleta. Finalmente y a su izquierda visualiza una entrada salvadora.
«¡Una, Dios, sólo te pido una oportunidad!»
–¡Gregorio, tenemos una entrada a babor!
–grita con entusiasmo el capitán. La boca de la cala se abre ante sus ojos como
los brazos de una madre que espera cobijar a su hijo.
La situación debajo de cubierta es
complicada. La roca del arrecife produjo una grieta importante y la presión del
agua aumenta su tamaño. Florencio clava un par de tablas con desesperación,
mientras Pepino apoya unos cajones de gran peso para ejercer presión.
Sobre cubierta, Buenaventura y Gregorio
guían cuidadosamente la goleta rumbo a la cala que está cada vez más cerca. El
crepúsculo hace más dramática la escena. La costa es pedregosa y desolada.
Parece un lugar muerto, salvo por los movimientos de algunos lobos marinos que
buscan reunirse con la manada.
Amador y Baltasar siguen sondeando la caleta
para conocer su profundidad.
–¡Diez metros capitán! –gritan al unísono.
–Podemos acercarnos más, Gregorio – sugiere
el capitán.
La tormenta se ha alejado hacia el sur y el
viento calmó su furia. El agua, mansa, apenas golpea el casco de la Dominique.
–¡Ocho metros! –grita Amador.
–¡Suficiente, aquí nos quedamos! ¡Arrojen
el ancla, muchachos!
El crujido de la cadena deslizándose señala
el final de la travesía. A cierta distancia los acantilados asustan. Habrá que
bajar los botes y explorar la costa en busca de alguna playa.
Todos necesitan cambiar de ropa. Están
empapados y tiritando. Buenaventura
desciende por la escalerilla para conocer la situación bajo cubierta. El agua
está por todas partes pero no significa peligro. Pepino le cuenta el trabajo realizado
para contenerla y Francisco se relaja. La vía de agua fue neutralizada y no se
avizora otra complicación.
–¿Cómo está el herido? –pregunta, ansioso,
Buenaventura.
–Male,
mío capitano…
Manuel respira con dificultad y la fiebre
no ha bajado. El hombre resiste pero no se sabe hasta cuándo.
«Todo está mal», piensa con amargura
Francisco, mientras busca ropa seca en su camarote. Se sienta en la cama y por
primera vez se da cuenta del agotamiento. Retira las botas, los calcetines y el
resto. Queda completamente desnudo y frota con fuerza para darse calor. Los
hombres se turnan para cambiarse. Pepino prepara un guiso para que los
tripulantes recuperen energía. El aroma de la comida levanta el ánimo. Saben
que están vivos y eso los vuelve optimistas.
–¡Gregorio, lleva dos hombres y explora la
costa! –ordena el capitán con vehemencia.
La Dominique está muy herida. No podrá
seguir navegando. Perdieron un palo y el casco está resentido. Deberán
repararla y para eso necesitan material de un astillero. Buenaventura sabe que
el lugar indicado es Puerto Deseado, pero está lejos de allí.
Gregorio junto con Baltasar y Amador bajan
uno de los botes. Llevan antorchas para iluminarse. El golpe de los remos es el
único sonido que los acompaña. Están a unos doscientos metros de la costa. Van
equipados con arpones para defenderse de los lobos marinos porque suelen ser
agresivos cuando invaden su territorio. Los paredones son impresionantes. Se
acercan con lentitud esquivando rocas y de pronto una playa espaciosa aparece
frente a sus ojos. Gregorio observa que existe la posibilidad de escalar y
buscar cuevas. Es imprescindible un lugar seco y protegido. La noche será fría
y la nave, por ahora, no es lugar adecuado para ellos ni para el herido.
Algunos centímetros de agua hacen que la estancia en la goleta no sea
conveniente.
Los tres hombres descienden con cautela,
pero no hay lobos por allí. Afortunadamente, el cielo se despeja y una
imponente luna baña con su luz los
alrededores de la caleta.
Con sogas y clavos inician el ascenso.
Gregorio marcha a la cabeza. Es un hombre fuerte y corajudo. Sabe que la única
forma de sobrevivir es peleando las adversidades. Se afirma en las grietas y
clava con fuerza. Metros arriba descubre una enorme caverna y se da cuenta que
el esfuerzo no fue en vano. Es lo que necesitan.
–¡Muchachos, estamos de suerte!
Los marineros festejan el descubrimiento
que les dará una oportunidad de reponerse. Exploran la cueva en detalle y
comprueban que está en perfectas condiciones para ser habitada.
Gregorio se sienta en la boca de la caverna
y observa extasiado el panorama. La luna se refleja en las quietas aguas de la
caleta y allí contra el horizonte. La goleta
con sus lámparas de aceite prendidas parece el único signo de vida que
los une a la civilización.
Exhaustos, los hombres encienden los
cigarros y en el silencio más absoluto, se pierden en sus pensamientos. La
jornada ha sido larga y cada uno de ellos sabe que están vivos porque Dios les
tiró un cabo.
Luego de un descanso, retornan para
informar la buena nueva al capitán. Buenaventura organiza el desembarco:
deberán llevar provisiones, ropa y armas. Todo lo necesario para sobrevivir.
Francisco recorre la nave para asegurarse
que todo esté en orden. Las velas están aseguradas y el ancla en el lecho marino
resistirá el oleaje. La goleta es su orgullo y el recuerdo vivo de su esposa.
Siente profundamente tener que abandonarla, pero la supervivencia de la
tripulación es su prioridad.
Uno a uno, los tripulantes se ubican en los
botes. Con una improvisada camilla descienden a Manuel y la orden para avanzar
no tarda en escucharse. Todos se dan vuelta y le echan una mirada a la goleta.
Están compungidos.
–¡Volveremos, no tengan ninguna duda! ¡La
Dominique no ha muerto! –grita con furia Francisco.
–¡Volveremos! –gritan todos.
El ascenso fue difícil para Florencio y
Amador, portando al herido. Sin embargo, consiguen llegar a la cueva e
instalarse. Una hoguera con carbón y madera del barco pronto calienta los
cuerpos y las almas de aquel grupo de valientes. En un rincón las provisiones y
el agua; en otro los rifles y los arpones. Finalmente, alrededor del fuego
preparan sus lechos para dormir. Pepino distribuye tazones y el ron circula
entre los marineros para relajarse. En un instante la mayoría se duerme. Están molidos
por el cansancio.
Gregorio y Francisco se ubican cerca de la
entrada de la cueva. Los hombres han desarrollado una amistad fraterna y saben
que son el sostén del grupo.
–¿Extrañas a los tuyos, Gregorio?
-Siempre, capitán. Los llevo en la memoria
a cada instante, especialmente a Magdalena, mi esposa. La pobre aguanta
estoicamente mis ausencias.
–¿No has pensado que es hora de abandonar
esta vida y trabajar la tierra como tus hijos?
–¿Abandonar el mar, capitán? ¿Está usted
loco? Esta es mi vida, no concibo otra. La lucha endemoniada con el océano me
revive. Aunque, como ahora, él nos ha dado una paliza.
Ambos ríen con ganas. La noche será larga y
el diálogo los anima. Han aprendido a respetarse. Son verdaderos lobos de mar.
–Don Francisco… perdone la impertinencia,
usted es viudo pero tiene toda una vida por delante ¿No hay alguna mujer en su
camino?
Buenaventura clava su mirada en el
horizonte y por su mente se cruza el rostro maravilloso de Susan. La emoción lo
paraliza y queda en silencio. Aquella
mujer fue inolvidable, mas una fantasía que no pudo ser. El destino lo dispuso
así.
Casi sin darse cuenta, sus ojos se cierran
y en la cueva reina la paz y el silencio.
Temprano, el ruido infernal de las gaviotas
y los cormoranes, como un coro de niños chillones, despierta a todo el mundo.
–Capitán… –murmura una voz casi inaudible.
Francisco, asombrado, comprende que es la
voz del portugués.
–¡Manuel ha regresado! –el grito de Amador
termina por despabilar a todos.
Con una sonrisa apenas disimulada, el
grandote festeja el despertar. Buenaventura se acerca y con un gesto paternal
lo reconforta.
–Creí que te había perdido, hombre. Hemos
estado preocupados contigo.
–Gracias, capitán,
pero soy hombre duro y difícil de vencer.
¿Qué pasó con la goleta?
–Está herida pero no muerta. Quedó anclada
a poca distancia de este lugar.
–¿Dónde estamos, capitán?
–En tierra firme. Esta cueva donde te
encuentras ha sido nuestro refugio. Aquí hemos pasado la noche. Pronto
saldremos a buscar ayuda. Estamos lejos de Puerto Deseado, pero en esta zona
debe de haber establecimientos laneros donde nos auxilien. Eso espero.
Gregorio junto con Florencio y Baltasar
recorren los alrededores del acantilado para explorarlo. El panorama es
desolador. El día está nublado y un viento enemigo apenas permite caminar.
–Estamos en la Patagonia, señores
–sentenció Gregorio.
–¡Don Gregorio! –exclama con júbilo
Baltasar -creo que son huellas de animales y parecen recientes.
–¿De caballos, tal vez?
–¡Sí, estoy seguro, don Gregorio!
Efectivamente, el marinero tiene razón: las
huellas, que son varias, están a unos trescientos metros de la costa. Eso
quiere decir que debe de haber civilización cerca. Una buena noticia para el
capitán y el resto de los hombres.
Reunidos alrededor del fuego que les
proporciona calor, el capitán analiza los pasos a seguir. El mapa de la costa
no es muy preciso tierra adentro.
Observando detenidamente el mapa y de
acuerdo a las distancias marinas, el puerto debe de estar a unos 80 kilómetros
de distancia.
Buenaventura, acariciando su barba, expresa
en voz alta:
–Señores, debe de haber unos 80 kilómetros
hasta llegar a Puerto Deseado, lo que significaría atención médica para Manuel
y material para refaccionar la goleta. Pero la caminata va a ser lenta y muy
cruel a causa del frío nocturno y el viento que es implacable.
El diagnóstico deja en silencio a los
hombres. El capitán tiene razón, pero por otro lado, permanecer allí esperando
que alguien se acerque puede ser mortal.
–Debemos tomar una decisión: o esperamos
que alguien pase por aquí o nos largamos hacia Puerto Deseado.
Las palabras de Francisco son un compromiso
y en el medio está la vida del portugués. Llevarlo será un sacrificio; y
dejarlo, un peligro.
–Propongo someterlo a una votación: o se
queda una guardia con Manuel, o emprendemos la marcha inmediatamente.
Todos, sin vacilación, levantan sus manos
aprobando la moción de partir. Hasta Manuel, débil y en un rincón, la aprueba
sin dudar.
–Hecho. Debemos armar mochilas con la ropa
y la comida. Manuel irá en la camilla y nos turnaremos para cargarlo.
Los hombres ponen manos a la obra y en una
hora están listos para partir. Es el mediodía, el sol tibio y la quietud del
viento son un buen augurio para la caminata. Todos saben que se juegan la vida,
pero han tomado una decisión y la cumplirán hasta las últimas consecuencias.
Buenaventura decide armar dos grupos. Uno,
con Gregorio y Florencio, se desviarán hacia el oeste, algunos kilómetros
tierra adentro, para luego avanzar hacia el sur, en busca del Río Deseado. Lo
harán así para intentar el encuentro con peones de los establecimientos
laneros. Francisco, con
los otros, bordeará la costa con igual destino.
Luego de la despedida ambos grupos se
separan. La ventaja de la meseta patagónica es que cualquier movimiento es
advertido a mucha distancia, sin grandes dificultades.
Ambos grupos van armados. Llevan rifles y
revólveres. La meseta es solitaria pero en esas tierras abundan los forajidos
que roban y matan sin piedad.
Buenaventura encabeza la marcha bordeando
los acantilados. Lo siguen Pepino, que canturrea, y la camilla que portan
Baltasar y Amador. El día, que amaneció despejado, tiende a nublarse y el
viento sopla cada vez más fuerte. Viene del sur y golpea en sus caras.
Luego de algunas horas caminando, Francisco
ordena detener la marcha. Ha encontrado una hondonada perfecta para un descanso
con refugio. Hacen un círculo con el portugués en el centro para protegerlo.
Apelan a sus cantimploras, galletas y carne seca. Deben alimentarse para
recuperar energías. El atardecer está cerca y Buenaventura decide hacer noche
allí.
Pepino prepara un fuego con las pocas
maderas que trajo consigo. La ronda de café caliente reconforta al grupo. Cerca
de la medianoche el ron adormece a los marineros. La noche está fría y hay que
aguantar.
–¡Don Gregorio! –grita exaltado Florencio.
–¿Qué sucede, hombre?
–¡Aquí hay huellas frescas, quizás de un
día!
–¡Eso significa que hay gente en los
alrededores!
–No se entusiasme tanto, el viento está
cada vez más fuerte y para mañana pueden desaparecer.
–¡Mirá que sos agorero, Florencio!
–No se enoje, don Gregorio, pero suele
suceder…
–Está bien, hombre, vamos a refugiarnos
entre esos arbustos y cubrirnos con mantas: la noche será larga y muy fría.
Quizás mañana ocurra un milagro.
–Don Gregorio…
Florencio en voz baja trata de despertar a
su compañero. Las primeras luces de la mañana asoman tímidamente en el
horizonte.
–¿Qué diablos te sucede, Florencio?
–Tenemos compañía…
Capítulo 7
A unos cien metros del lugar donde se
protegieron de la intemperie los dos hombres de la goleta, aparece un grupo de
jinetes observando el terreno. Tienen aspecto de peones de estancia, pero están
fuertemente armados. Algunos poseen rasgos indígenas y otros son rubios, muy
rubios, parecen extranjeros.
–¡Quedate quieto, carajo! –ordena Gregorio
en voz baja.
La partida no los ha visto y explora el
lugar con cautela. Los rubios hablan entre ellos en inglés. Parecen muy
civilizados.
Gregorio y Florencio, entre los arbustos,
tienen sus rifles amartillados y están listos para defenderse. Nunca se sabe.
Uno de los indígenas, el rastreador,
quizás, se acerca al lugar donde están los marineros. Parece olfatearlos. De
pronto, pega un grito en idioma desconocido y el grupo, alertado, se dirige al
lugar con las armas listas. Siguiendo las indicaciones del indígena rodean el
sitio. Gregorio se da cuenta que no queda otra que rendirse y ver qué pasa. Los
dos hombres se hierguen con los brazos en alto.
Uno, que parece el jefe, los mira curioso.
Lleva un rifle y no deja de apuntarlos.
–¡Pateen lejos las armas! –les ordena con
fiereza.
Gregorio y Florencio cumplen al instante.
Saben que un movimiento sospechoso les puede costar la vida.
–¿Quiénes son y qué hacen por aquí?
–Somos tripulantes de la goleta Dominique
en viaje comercial rumbo a Ushuaia. Una tempestad averió la nave y tenemos un
herido. Somos ocho hombres y nos hemos dividido en dos grupos para buscar
ayuda. Mi nombre es Gregorio Funes, el piloto de la nave: y él, Florencio
González, marinero de primera.
El jinete escucha en silencio, mientras los
rodea con su caballo. La desconfianza se nota a la legua. No deja de exhibir su
rifle, apoyado en el muslo derecho.
–Necesitamos ayuda, por favor.
–Me presento: soy William Foster, capataz de la estancia «La
Sureña» y patrullamos el lugar en busca de forajidos. No es común hallar gente
de mar por aquí.
El tono de voz del hombre tranquiliza a
Gregorio, parece dispuesto a colaborar.
–Señor Foster, nuestros compañeros deben
estar a un día de marcha. Caminan bordeando la costa. Van rumbo a Puerto Deseado.
Sin embargo el herido no creo que aguante el esfuerzo. Debemos rescatarlos en
forma urgente.
–Está bien, vamos a socorrerlos. La
estancia está a cinco kilómetros.
Mandaré buscar un carruaje para
transportarlos y dar aviso de la novedad.
–¡Catriel! –pega el grito Foster.
–Ve en busca de ayuda y hazlo rápido.
El aborigen asiente y con premura sale al
galope rumbo al oeste para cumplir la orden.
Cerca del mediodía, llega el carruaje y se
inicia la marcha en busca de Buenaventura y sus hombres. El viento sopla con
furia y una llovizna pertinaz se descarga sobre la caravana.
Gregorio y su compañero descansan en el
carruaje cubierto por un toldo. Dormitan arropados con mantas. Tienen los pies
hinchados por la caminata y esperan encontrarse pronto con el resto. Hubo
suerte con la patrulla.
Lejos de allí, Buenaventura con sus hombres
se han cobijado en una cueva cerca de los acantilados. El portugués empeora y
la herida infectada no tiene buen aspecto.
–Mio
capitano, Manuel sta male…posso
morire.
–Lo sé Pepino, lo sé. Espero que Gregorio
haya logrado encontrar ayuda.
Los marinos están preocupados, las maderas
para el fuego se están terminando y el frío de la noche es terrible a pesar de
la primavera. Sólo les queda una botella de ron y luego Dios dirá.
Francisco, en un rincón de la cueva,
cubierto con una manta frota sus manos para darse calor. El ulular del viento
les recuerda que están en un páramo y que las posibilidades de sobrevivir son
escasas. Están jugados y sólo un golpe de suerte puede salvarlos.
Buenaventura enciende un cigarro y cierra
los ojos para recordar. En ese momento sólo tiene sus recuerdos.
Se ve navegando el mediterráneo en
verano contando los días para el regreso
a los brazos de Dominique. La visión lo hace respirar con profundidad y emocionarse.
Luego sobreviene la tristeza por la muerte de su amada. Tantas cosas han pasado
y hoy, perdido en una cueva de la costa patagónica, espera una respuesta que
cambie su suerte.
Apenas amanece el griterío de pájaros y
lobos los despierta. Es imposible seguir durmiendo. El ruido es infernal.
–¡Bicherío del demonio! ¡Siempre a la misma
hora!
Baltasar sacude la cabeza y refriega sus
ojos lagañosos. Amador y Pepino
roncan plácidamente y el capitán mira su viejo reloj de bolsillo. Son las
cinco.
Organizan un desayuno magro. Sólo tienen
galletas y chocolate. La cantimplora circula entre los hombres que sorben un poco. El agua es escasa.
El primero en salir es Buenaventura. Con el
catalejo observa el horizonte en busca de alguna señal. El viento ha disminuido
y el sol se muestra tímidamente, como pidiendo permiso.
–¿Se ve algo, mi capitán? –pregunta ansioso
Amador.
–De momento, nada.
Al cabo de una hora, el grupo está listo
para seguir. El portugués, bien arropado, dormita.
Buenaventura a la cabeza, tiene que dar el
ejemplo. Con pasos enérgicos inicia la marcha. Es un grupo de hombres
desesperados que sabe que tienen una oportunidad entre mil, para esquivar la
muerte.
Cerca del mediodía, agotados por la marcha
sobre terreno pedregoso, se dejan caer.
–¡Haremos un alto, muchachos, veinte
minutos y seguimos!
La voz del capitán apenas los convence. Son
hombres de mar y el caminar no es su fuerte.
Buenaventura aprovecha el momento de
descanso y se encarama en lo alto de una roca e insiste con el catalejo. Barre
el horizonte en un ángulo de noventa grados. Lo hace de izquierda a derecha y
viceversa.
Algo lo sobresalta, parece advertir un
movimiento, pero tan distante que no alcanza a distinguir de qué se trata.
«Tal vez algún animal», la idea pasa por su
pensamiento y lo altera.
–¿Tal vez sí, o tal vez no? –se pregunta
inquieto.
–¡Mierda, son jinetes! –grita desaforado.
–¡Jinetes, muchachos, jinetes! ¡Parece que
vienen en esta dirección! –Buenaventura salta como un loco.
Los hombres gritan de júbilo y se abalanzan
hacia la roca prominente. Una vez sobre
ella, agitan las mantas para llamar la atención.
–¡Eh, aquí! –repiten una y otra vez, para
ser divisados.
–¡Cuidado, no sabemos si son amigos o
enemigos! –advierte con prudencia Francisco.
–Pepino y Gaspar, sigan agitando las
mantas. Baltasar y Amador, preparen los rifles y tomen posiciones detrás de
aquellas rocas rodeadas de arbustos. No sea que nos llevemos una sorpresa
desagradable.
Buenaventura observa en detalle la marcha
de los jinetes. Aún no sabe si entre ellos vienen Gregorio y Florencio. Es una
incógnita a develar. Sin embargo abriga la esperanza que así sea y logren
salvar sus vidas.
Foster y Catriel marchan a la cabeza y han
advertido al grupo de hombres en la lejanía.
–¡Me parece que son ellos! –grita el inglés
con su potente voz.
Gregorio pega un salto por la emoción, sus
plegarias han tenido respuesta. Buenaventura y los hombres de la goleta están
vivos.
Foster se acerca al galope e invita a
Gregorio a montar en su caballo, para adelantarse e identificarlos. El piloto
accede gustoso y junto con Catriel, parten en dirección a la costa.
Buenaventura advierte por la polvareda que
levantan que dos jinetes se acercan. Nuevamente busca identificarlos con el
catalejo. Una sonrisa ilumina su rostro. Detrás de uno de ellos viene Gregorio.
–¡Muchachos! ¡Es Gregorio y con ayuda!
La alegría, inmensa, hace que todos
festejen como locos. No es para menos. Acaban de salvar el pellejo. Hasta el
portugués, desde la camilla esboza una sonrisa.
Los jinetes están cerca y todos saludan con
los brazos levantados. Gregorio les responde y el inglés sofrena el tordillo,
para avanzar al paso.
El encuentro es emocionante, los hombres se
abrazan festejando. Gregorio comprueba que los marinos están bien, incluido
Manuel.
–¡Capitán! Le presento al señor Williams
Foster, capataz de la estancia «La Sureña».
Los hombres se estudian pero al instante
las manos firmes, sellan la presentación.
–Capitán… traemos un carruaje para
transportarlos. En la estancia podrán reponerse de la desgracia. Serán
bienvenidos para su dueño, el señor Paul Taylor.
Buenaventura queda paralizado, la mención
de ese nombre lo altera sobremanera. El recuerdo de Susan invade su mente. El
destino lo pone frente a una situación increíble. Han pasado tantos años, que
el posible encuentro cara a cara con ella se ha transformado en una realidad
inquietante.
–Señor Foster… ¿Usted habla del señor
Taylor y la señora Harrison, no?
El inglés lo mira sorprendido.
–Sí ¿Los conoce?
Francisco tarda en contestar. La noticia lo
entusiasma, pero a la vez el encuentro puede tener consecuencias inimaginables.
–La señora Harrison viajó a Montevideo en
mi nave, hace muchos años… Sí, la conozco. Al señor Taylor no tengo el gusto.
La caravana se pone en marcha de inmediato.
Los tripulantes de la Dominique, ubicados en el carruaje charlan animosos,
mientras devoran los alimentos frescos que los peones trajeron. Buenaventura,
imagina los pasos a seguir para reparar la goleta. Tienen una misión que
cumplir y todavía falta un largo viaje por mar.
Mientras el grupo marcha rumbo a la
estancia, Francisco se dedica a observar a sus anfitriones. Delante del
carruaje marcha Foster, un inglés de fuerte contextura y espeso bigote. Tiene
el pelo negro y los ojos claros, cabalga con estilo, parece un militar. Lo
sigue de cerca al que llaman Catriel, un viejo indio tehuelche que oficia de
rastreador. Es la primera vez que tiene delante de sus ojos a un indígena. La
piel obscura, los ojos achinados y una expresión adusta. Nunca sonríe. Detrás,
marchan dos aborígenes más jóvenes, y tres jinetes fuertemente armados con el
pelo rubio como el trigo, que bromean en inglés.
Foster retrasa su marcha y se ubica a la
par del carruaje. Buenaventura comprende que desea preguntarle algo.
–Capitán ¿Está muy averiada la goleta?
–La verdad que sí. Perdimos el palo de
mesana y el choque con un arrecife nos produjo una grieta de consideración que
apenas pudimos reparar. En esas condiciones era suicida seguir navegando.
–Comprendo. Les llevará un tiempo
repararla. Habrá que llegarse a Puerto Deseado en busca de material y
carpinteros expertos.
–Así es –responde Francisco–. Fue de mala
suerte no haber podido llegar al puerto.
La conversación se corta porque en el
horizonte se dibuja la estancia. Parece un establecimiento de grandes
proporciones. La caravana apura su marcha para llegar con las primeras sombras
del atardecer. El frío aprieta nuevamente y los hombres de Buenaventura sueñan
con comida caliente y una cama donde dormir. Manuel será atendido como
corresponde y la aventura tendrá un final feliz.
Cruzan la tranquera y se dirigen al casco
de la estancia. Lo hacen por una calle bien cuidada y flanqueada por árboles
añosos. Buenaventura está muy nervioso. Nunca hubiera imaginado este
momento y en estas condiciones. Esa mujer,
que nunca olvidó, en contados minutos estará ante él.
Al pié de una enorme escalinata de piedra,
un hombre mayor, calvo y de gran estatura, acompañado por una dama de cabellera
rojiza que usa pantalones y botas, aguardan expectantes.
Foster saluda tocando el ala de su
sombrero. Desciende con agilidad de su caballo y se acerca al señor Taylor.
–Patrón, aquí están los tripulantes de la
goleta Dominique. Traen un herido. Han dejado el barco a resguardo, en una cala
al sur de Cabo Blanco porque está averiado, según las palabras de su capitán…,
Francisco Buenaventura.
Susan Harrison se sorprende, pero permanece
en silencio. Una leve sonrisa aparece en su rostro.
Buenaventura ha descendido y como puede
arregla su ropa para presentarse ante el dueño de casa. Desde lejos ha
reconocido la figura de Susan. Su corazón palpita y está a punto de estallar.
Es una sensación que no domina pero lo pone locamente feliz.
–¡Capitán Buenaventura, bienvenido a La
Sureña!
Las palabras de Taylor se notan sinceras y
acogedoras. El apretón de manos es el de una persona dominante.
–Le presento a mi esposa, la señora Susan
Taylor.
–Encantado de conocerla. Es usted muy
bella.
–Gracias, capitán. Creo que exagera.
Él ha tomado su mano para besarla y nota un
temblor apenas disimulado. Quince años los separan desde la despedida en el
puerto de Montevideo. Se miran en silencio y en sus miradas desnudan el secreto
oculto por tantos años.
Él se aparta antes de que Taylor sospeche
algo y con unas palabras sentidas le agradece la hospitalidad.
–¡De ninguna manera, hombre! Sois
bienvenidos y Foster ubicará a su tripulación en las barracas del personal para
que se aseen. Pronto estará lista la cena y podrán dormir como Dios manda. El
marinero herido será auxiliado en la enfermería.
Buenaventura percibe que alguien lo está
mirando intensamente. Se da vuelta y los ojos enigmáticos de Catriel se clavan
en los suyos. El indígena permanece inmóvil como una estatua.
«Bicho raro este Catriel», piensa, mientras
acompaña al matrimonio Taylor al interior de la sala principal.
Buenaventura se siente incómodo, hace días
que no se baña y su ropa está hecha un desastre. Huele como una foca y siente
vergüenza por ello. Mientras caminan,
observa la silueta de Susan. Está hermosísima y atrayente. Sigue los movimientos
de sus caderas embelesado. Esa mujer lo atrae de tal forma que olvida que tiene
un dueño, el poderoso Paul Taylor.
–¡Miss Helen! –la voz del patrón se hace sentir.
–Acompañe al capitán Buenaventura al cuarto
de huéspedes y hágale preparar un baño bien caliente; consígale ropas adecuadas
para que se encuentre presentable.
–Sí, señor. Como usted ordene –responde,
sumisa, el ama de llaves.
–Sígame, capitán.
Avanzan por un pasillo de madera lustrada
sobre cuyas paredes hay trofeos de caza. Un ventanal a la izquierda permite ver
un jardín de invierno con flores multicolores y más adelante una puerta
entreabierta muestra un gran comedor totalmente iluminado.
Buenaventura comprende que Paul Taylor es
un hombre de fortuna. Todo en su propiedad lo demuestra. Lo que más le ha
extrañado desde que llegó fue ver a mucha gente armada. Cosa extraña para un
establecimiento dedicado a la cría de ovejas.
–Esta es su habitación, capitán. En un
momento tendré preparado su baño y la ropa.
–Gracias, señora. Ha sido usted muy amable.
La mujer responde con una reverencia y se
retira.
Al cerrar la puerta, Francisco se siente de
regreso a un mundo civilizado. Todo está limpio y huele bien. Sobre la cómoda un gran espejo le devuelve su
imagen. Lo que ve es horrible. Está despeinado y su barba desprolija; parece un
verdadero salvaje.
«Qué impresión desagradable se habrá
llevado Susan», piensa, incómodo, el capitán.
Al rato unos golpes en la puerta lo sacan
de sus cavilaciones y cuando abre la puerta, Helen le indica que su baño está
listo. La sola idea de una tina con agua caliente y el jabón espumoso
recorriendo su cuerpo lo hace sentir que va camino al paraíso.
Dos horas más tarde, Francisco parece otra
persona: su aspecto ha cambiado en forma notable. La ropa lo muestra elegante y
con un aspecto mundano, que a él mismo lo sorprende.
Nuevamente golpean a la puerta; supone que
el ama de llaves debe de traer noticias de la cena. Lo intuye y no se equivoca.
Con pasos seguros se dirige al comedor,
donde lo están esperando Taylor, Susan y Foster.
–¿Una copa?
–¡Por supuesto!
Cuando las copas de Francisco y Susan
chocan, los ojos de ambos parecen encendidos por un fuego abrazador. Situación
que advierte Foster, pero disimula.
–Señor Taylor…, la cena está lista.
–¡Perfecto Helen! ¡Todos a la mesa, por
favor!
En la cabecera se ubica Paul Taylor; a su
derecha Susan; a su izquierda Francisco y finalmente Foster.
La mesa está magníficamente presentada. La
vajilla inglesa luce como si estuvieran en una mansión de Buenos Aires.
Increíble para un lugar perdido en la estepa patagónica. Helen, acompañada por
dos sirvientes, mujeres ellas, con rasgos indígenas pronunciados, que se mueven
con elegancia y discreción, sirve la cena.
–Capitán, capitán…, para nosotros es una
sorpresa recibir visitas. Estamos alejados del mundo y casi nadie viene por
aquí. Vivimos rodeados de ovejas y algunos vecinos poco amigables.
Tanto Susan como Foster se incomodan con
los dichos de Taylor. Parece que el asunto es delicado.
–¿Sucede algo grave, señor Taylor?
–pregunta Francisco con curiosidad.
–Intereses económicos, mi querido capitán.
Unos malditos escoceses, los hermanos Ferguson, pretenden mis tierras y mis
ovejas. Nos hemos enfrentado en numerosas oportunidades y no cejan en sus
esfuerzos por arrebatármelas.
–¿Por eso las armas, no? –agrega curioso
Buenaventura.
–Así es. Nos han hostigado durante meses.
Suelen disparar contras mis hombres y han robado muchas ovejas. Afortunadamente
Foster, mi capataz, que ha sido militar del ejército inglés les hizo pagar caro
su osadía.
Foster sonríe con orgullo, mientras Susan
escucha en silencio. Francisco observa al matrimonio y nota una clara frialdad
en el trato. La diferencia de edad es notable: calcula que Taylor debe de tener
unos sesenta años.
La cena transcurre con un monólogo del
señor de la casa, que sólo habla de sus propiedades y la riqueza que le
proporcionan.
Buenaventura sigue el discurso con poco
interés. La presencia de Susan frente a él es lo más interesante que le ha
ocurrido en los últimos tiempos. No comprende cómo semejante mujer puede vivir
en este páramo. La imagina en los salones de Buenos Aires luciendo su figura
maravillosa y el sólo hecho de hacerlo, perturba sus pensamientos.
Cerca de la medianoche, el anfitrión invita
a Buenaventura a tomar un coñac, en una sala aledaña al comedor. Allí los tres
hombres apoltronados y fumando unos deliciosos puros continúan con su charla.
–Estimado capitán…, Foster me ha dicho que
usted conocía a mi esposa, sin embargo ninguno de los dos lo ha mencionado.
Buenaventura advierte en los dichos de
Taylor, cierta malicia. Los ingleses algo molestos, esperan una respuesta.
Capítulo 8
Francisco se toma su tiempo. La forma de
preguntar de Taylor no le gusta y la mirada inquisidora de Foster le resulta
sencillamente repugnante.
–Es verdad, la conocía. Tuvimos un trato
cordial mientras mi barco navegaba rumbo a Montevideo ¿Algún inconveniente?
–Ninguno, capitán…sólo que soy un hombre
muy celoso y mi esposa, la tentación para cualquier hombre. Es muy joven y
bella.
–En eso coincidimos: es una bella mujer y,
supongo, una excelente esposa.
El retruque de Buenaventura desubica al
inglés que ríe cómplice de los dichos del capitán.
–Si no es molestia, señores, desearía saber
de mis hombres. Soy responsable de sus vidas.
–No se preocupe, están todos bien y el
herido ha sido atendido como corresponde. Tenemos un enfermero experto
–responde Foster con soltura y compromiso.
–¿Puedo verlos? –solicita Francisco.
–¡Ya mismo, capitán! ¡Sígame!
–Buenas noches, señor Taylor, espero que
mañana podamos arreglar un viaje a Puerto Deseado para iniciar las reparaciones
de mi goleta.
–Será un placer, capitán.
Se estrechan las manos con firmeza, pero
Buenaventura advierte una mirada extraña y peligrosa en el esposo de Susan. Ese
hombre no le gusta.
Las barracas donde están alojados sus
hombres son excelentes. La visita del capitán los alegra. Han comido en
abundancia y el baño proporcionado, junto con ropa limpia, los ha transformado
en otros. Francisco respira tranquilo.
–¿Dónde se encuentra Manuel? –interroga
preocupado Buenaventura.
–En la enfermería, capitán, está acompañado
por su piloto, el señor Gregorio Funes.
Los hombres se dirigen al lugar y
encuentran al portugués con un semblante saludable y charlando con Gregorio.
Foster le presenta al enfermero, Albert Carrington, un hombrecillo de mirada
bondadosa que lo saluda con una reverencia.
–¿Cómo se encuentra mi tripulante?
–pregunta, expectante, Francisco.
–Bien, capitán. He cocido su herida en la
cabeza y no se advierte infección alguna. Incluso la fiebre ha descendido por
completo. Es un hombre muy fuerte. Otro no hubiera contado el cuento. Debe
reposar algunos días y alimentarse para estar como nuevo.
Francisco y Gregorio hacen un aparte y el
piloto pregunta ansioso sobre la situación.
–No me gusta nada. Taylor es peligroso;
Foster, capaz de cualquier cosa; y Susan, creo, una prisionera. Debemos andar
con cuidado.
El capataz se hace el distraído, pero
intenta escuchar. Su jefe debe saberlo todo.
El cansancio puede más y Buenaventura no
piensa en otra cosa que en la mullida cama que lo espera. Ha sido una jornada
extensa y complicada. Se despide con un gesto e inicia la marcha rumbo al
dormitorio. En la puerta de su cuarto se encuentra con Helen. Esto lo
sorprende, no la esperaba allí.
–¿Necesita algo en especial, capitán?
–No señora, se lo agradezco.
–En su cuarto están sus pertenencias y
mañana podrá disponer de la ropa.
–Buenas noches, señora.
–Buenas noches, capitán.
Francisco cierra la puerta y se desviste
con placer. La temperatura ambiental es cálida. Un hogar con abundante leña lo
proporciona. Cuando corre las frazadas, advierte un sobre apenas visible debajo
de la almohada.
Con ansiedad lo abre y se encuentra con un
mensaje de Susan:
“Querido
capitán, su llegada ha sido providencial. Mi vida aquí es una tortura. Mi
esposo es un hombre repulsivo que me retiene como un trofeo.
Estoy
al borde de la locura y no sé qué hacer.
Mi familia arregló este matrimonio y lo que parecía un paraíso se
transformó en un infierno. Presiento que nuestros destinos están decididos de
antemano. No puedo permanecer un día más o moriré de angustia. ¡Lléveme con
usted, por favor! Suya, Susan”.
El mensaje lo trastorna. El pedido de Susan
es una locura, pero a la vez una fantasía hecha realidad. Francisco ama a esa
mujer, como no ha amado a nadie en esta vida y haría cualquier cosa por ella.
Estruja el papel y lo arroja al fuego, no
debe quedar prueba alguna de la revelación. Taylor y Foster lo matarían con
gusto.
Buenaventura cierra sus ojos y en su mente
se dibuja el rostro de la bella pelirroja. El sueño lo invade y al rato duerme
profundamente. Afuera la noche está fría y el viento no deja de soplar. La
Sureña reposa en un mar de presagios.
Los gritos del arreo de ovejas despiertan a
Francisco. Tiene muchas cosas por decidir y una de ellas puede costarle la
vida: Susan.
Luego de asearse y completar su vestimenta,
unos golpes en la puerta lo sobresaltan. Al abrir se encuentra a un Foster muy
amigable.
–Capitán, tengo todo listo para que
viajemos a Puerto Deseado. Los acompañaré en persona. Vendrán con nosotros,
Catriel y dos peones. El viaje es peligroso. Los escoceses pueden sorprendernos
y habrá lucha. Necesitamos hombres armados y dispuestos a disuadirlos.
–Muy bien Foster, pero necesito la
presencia de mi piloto. Conoce la nave como ninguno.
–Perfecto, capitán. Los caballos nos están
esperando. Estamos a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Saldremos dentro
de una hora. Por la noche haremos campamento y mañana estaremos allí. La gente
del astillero es amiga y usted encontrará la respuesta a sus problemas.
–Se lo agradezco, Foster.
–De nada capitán, es importante que usted
reanude su viaje y cumpla la misión que le encomendaron.
Esto último sonó a una vaga advertencia que
Francisco no dejó pasar. Foster es un soldado y parece que Taylor le ha dado
órdenes precisas. Tendrá que tener cuidado.
La columna de jinetes, con el capataz a la
cabeza, inicia la marcha. El día es apacible y con poco viento. Catriel lo
sigue, luego, Buenaventura, Gregorio y finalmente cierran la marcha, dos
jóvenes ingleses armados con carabinas Remington apoyadas en la montura y
listas para disparar. El capitán lleva su revólver y dos cuchillos, por las
dudas.
El grupo cabalga en silencio. La inmensidad
de la meseta patagónica no abruma a Francisco, parece el océano, pero de tierra
y pasto ralo.
El trayecto se hace largo y los
pensamientos acuden a su amada y al mensaje inquietante oculto bajo la
almohada.
El destino lo enfrenta a numerosos
interrogantes. Por un lado está su trabajo, la supervivencia de la tripulación,
y por el otro su amor por la inglesa.
Cerca del mediodía hacen un alto en una
depresión protegida por rocas y arbustos.
El capataz sugiere que los caballos se
ubiquen en el centro para no ser vistos y ordena a los peones posicionarse al
borde de la depresión con sus carabinas y atentos a cualquier presencia
desagradable.
El hombre se maneja con la soltura propia
de un soldado experimentado. No deja nada librado al azar. Prohíbe el fuego
para no delatar la posición. Están en tierra de nadie y aquí sólo rige la ley
del más fuerte.
Se reparten algunos trozos de carne cocida,
frutas y una ronda de whisky para calentar los cuerpos, aunque el día a esa
hora tiene una temperatura agradable.
–Foster… ¿Cual es su historia, si puede
saberse? –encara Buenaventura con decisión.
El inglés entorna los párpados y lo observa
de la cabeza a los pies. Parece estudiar la respuesta.
–No hay mucho por contar, capitán. Desde
joven serví en el ejército inglés. He peleado muchas batallas y casi pierdo la
vida en una de ellas, en Balaclava. Durante la Guerra de Crimea formé parte de
la caballería arrasada por los rusos. Tenía sólo veinte años y aquello fue una
verdadera carnicería. Al pasar de los
años decidí probar suerte en este país, donde hay tantos ingleses.
–Un verdadero héroe, Foster. Mis respetos.
–No lo sé. No lo sé...
Por primera vez parece humano, sensible. Debe tener alrededor
de cincuenta años, pero con mucha energía y decisión. Un hombre rudo y de
carácter.
Al cabo de una hora, el grupo reanuda la
marcha. El terreno se presenta pedregoso y hay que andar con cuidado. Los
caballos se pueden mancar, lo que sería todo un problema. La siesta se torna
compleja: el viento comienza a soplar con fuerza y el polvo dificulta la
visibilidad.
Al frente marcha Catriel que con su
parsimonia característica guía al grupo. Sería fácil perder el rumbo en la
tormenta de tierra. Todos los jinetes se envuelven con pañuelos para proteger
los ojos y respirar sin dificultades.
Dos largas horas de suplicio agotan a los
hombres, que vuelven a detenerse, cuando el viento debilita sus fuerzas.
Catriel, que se ha adelantado al grupo,
pega un grito en su extraño idioma y Foster, nervioso, ordena pie en tierra y
buscar protección, que es escasa. Sobre una colina cercana, cuatro jinetes inmóviles
observan sus movimientos.
–¡Los escoceses están aquí! –avisa Foster.
El inglés ordena acostar los caballos y
preparar los rifles. Francisco y Gregorio imitan los movimientos de sus
compañeros y se parapetan en los caballos con las armas listas.
Los jinetes de la colina, se largan al
galope, separándose de a dos para flanquearlos.
–¡Que nadie dispare, hasta que yo lo
ordene!
El soldado que hay en Foster sabe lo que
hace y en esta ocasión la maniobra de los atacantes es arriesgada: son un
blanco perfecto, a pesar de que descienden a todo galope. El inglés formó un
círculo, advirtiendo lo que iban a hacer los escoceses. Sin embargo, a pesar de
lo osado de la maniobra, en ningún momento estuvieron a tiro para ser
derribados. Creo que lo que ellos querían hacer es meter miedo y demostrar
superioridad. Nada más.
Cabalgaron en círculos durante un rato y
las risas burlonas no alteraron la serenidad de Foster. El inglés no iba a
desperdiciar un tiro porque sí. Les demostró que controlaba la situación.
Acto seguido y disparando al aire,
desaparecieron como por arte de magia.
–¡Cobardes! … unos metros más y eran presa
fácil –masculla entre dientes el capataz.
Pasado el peligro, el viaje continúa.
Foster avisa que en cuanto encuentre un lugar, haremos campamento.
El atardecer y las sombras invaden el
lugar. Las primeras estrellas, muy tenues, se advierten en el horizonte.
Catriel y Foster se adelantan en busca de
un lugar protegido. Lo hacen en las alturas cercanas, con el fin de rechazar
exitosamente cualquier ataque por sorpresa.
Al amparo de una roca sobresaliente,
armaron el campamento. Foster sugiere no prender fuego para que los escoceses
no los ubiquen. Hace un frío de todos los diablos pero la orden del capataz es
correcta.
Circulan algunos alimentos y mucho whisky.
Hay que calentarse por dentro para aguantar la intemperie patagónica. El cielo
es un manto de brillantes estrellas que
iluminan las formas caprichosas de la naturaleza en ese lugar recóndito del
planeta. Para Francisco es una nueva experiencia. Sus conocimientos marineros
lo hacen apreciar los cielos en toda su magnitud. Delante de sus ojos la
constelación de Orión, la brillante Sirio y la espectacular Cruz del Sur.
Buenaventura se acurruca como puede, cubre
su cabeza con la manta y al cerrar los
ojos se concentra en su imagen preferida: el rostro de la mujer que puede
llevarlo a perder la vida.
Sólo queda una persona despierta y atenta:
el misterioso Catriel, con una carabina Remington amartillada y lista para
repeler cualquier ataque.
Su figura se mimetiza en la roca. Parece
esculpido en ella. Los demás duermen profundamente. Mañana será otro día.
–Capitán…
Foster sacude el hombro de Francisco
anunciando el día y la continuación de la marcha. Los hombres se ponen en
movimiento con rapidez. Hay que llegar pronto a Puerto Deseado. La goleta
Dominique espera y es vital conseguir ayuda. Por fortuna, el capitán lleva
consigo suficiente dinero para superar la contrariedad.
Luego de unas horas de marcha se avista el
pueblo y, como telón de fondo, el río.
Deseado es un lugar con mucha historia,
piratas y navegantes ingleses estuvieron por allí. Tiene su mística a pesar de
la desolación. Es un puerto pesquero y se nota. Mucha piedra en sus
construcciones y gente curiosa que los mira al pasar.
Los jinetes, con Foster a la cabeza, se
dirigen al astillero de Benjamín Cabrera, el hombre que repara barcos y es amigo personal de Taylor.
El encuentro es cordial y la afinidad de
origen hace que Cabrera, Funes y Buenaventura se entiendan rápidamente.
Acuerdan organizar para el día siguiente un viaje a Cabo Blanco con material y
gente para reparar la nave.
Buenaventura decide recorrer el lugar. Todo
por allí es inmenso y salvaje. Se acerca a la playa cubierta de guijarros de
origen volcánico y la recorre curioso. En el cielo una formación de cormoranes
se dirige hacia las rocas altas donde miles de lobos marinos se zambullen una y
otra vez en las aguas del río. Frente a la ciudad, en la orilla del
estuario, se eleva una roca en forma de
“Y”, que lo impacta.
Finalmente decide regresar. El viento casi
insoportable lo lleva en busca de un lugar para protegerse. Camina unas cuadras
y frente a él aparece una taberna: se llama «Cavendish». Al entrar el clima es acogedor. Un hogar con leños
encendidos y el parloteo de los parroquianos lo reconforta. Se sienta en una
mesa junto a la ventana. No hay mujeres, sólo hombres que fuman y toman a
destajo. Mientras espera ser atendido se dedica a mirar el lugar. Es una típica
taberna de puerto, su construcción de madera y piedra le da aspecto de sólida.
En las paredes observa algunos trofeos de pesca, redes y un ancla que parece
muy antigua.
A Buenaventura le gusta, allí todos parecen
hijos del mar, gente que lidia, día a día, con sus peligros.
El encargado, un hombre de camisa a cuadros
y chaleco, se acerca. El capitán le pide una cerveza negra. El otro asiente en
silencio. No hay palabras, sólo un gesto. Por allí deben pasar muchos
forasteros y nadie hace preguntas.
Luego de varios tragos, trata de ordenar
sus ideas. Han sucedido tantas cosas que debe establecer prioridades. Lo
primero es comunicarse con Buenos Aires para transmitir las novedades; luego
reparar la goleta y decidir si es conveniente continuar el viaje o retornar; y
finalmente aquello que trastorna su vida: Susan Harrison. Ella pide huir de
allí, pero su marido hará todo lo necesario para impedirlo, incluso matarla, y
a él también. Sospecha y tiene razón. Todo parece llevarlo a un callejón sin
salida. Sin embargo, Buenaventura es un duro y no acepta derrotas. La angustia
de perderla para siempre es un puñal en su corazón.
Por la puerta de la taberna ingresan
Gregorio y Foster. Buenaventura los invita a sentarse y llama al encargado. Una
nueva ronda de cerveza invita al diálogo.
–Capitán, mañana al amanecer salimos rumbo
a Cabo Blanco. Nos han conseguido un mástil, una vela y los elementos para
armar el aparejo.
Muy bien, Gregorio, espero que
logremos poner a punto la Dominique.
–¿Ustedes creen que estarán en condiciones
de continuar hacia el sur? –interviene Foster con preocupación.
–Todo dependerá de las órdenes de Buenos
Aires y por supuesto del estado de la nave y nuestro marinero.
–Hay algo que me preocupa, Foster… ¿Qué
puede suceder con los escoceses? –el que interroga es un Francisco muy
interesado.
Foster queda en silencio, parece analizar
la respuesta. Con parsimonia enciende un cigarro y luego de unas bocanadas tira
su parlamento.
–Mire, capitán… lo de los escoceses se
remonta a mucho tiempo atrás, cuando aparecieron por acá junto con los
ingleses. La posesión de la tierra y la cría de las ovejas fue motivo de
enfrentamientos. Ian Ferguson, el hermano mayor, hizo un pacto con Taylor, pero
este no lo cumplió. Mi patrón es un ser despiadado, que sólo atiende sus deseos
y lo que se interponga en su camino lo destruye. Tomó tierras y ganado de los
escoceses, lo que produjo un choque armado con muertos y heridos. Las
autoridades compradas por ambas partes nada hicieron. Así están las cosas.
–Creo que sí, deben marcharse lo más pronto
posible. En cualquier circunstancia se producirá una tragedia mayor. Ambos se
odian a muerte y no hay lugar para los dos.
Buenaventura queda pensativo. Lo que acaba
de escuchar amerita una decisión. Debe llevarse a Susan… ¿Pero cómo?
Capítulo 9
A la mañana siguiente la caravana parte
rumbo a Cabo Blanco por una huella costera muy conocida por los lugareños.
El día anterior, Buenos Aires respondió que
la decisión del rumbo a tomar es del
capitán, pero sugiere regresar si existe la mínima duda respecto a la seguridad
del barco.
La marcha se hace lenta. El carro que lleva
los elementos para la reparación es muy pesado. Tardarán un día y medio para
llegar, otro para las reparaciones. Ese es el plan y a Buenaventura le urge
encontrar una solución antes que se precipiten los acontecimientos. Gregorio
comparte sus intenciones y supone que los hombres lo apoyarán.
Mientras marchan al trote, Francisco
estudia a Foster. El inglés no es de fiar, aún cuando reconoce que su patrón no
es un santo, irá contra él, si se lleva a Susan.
Llegan a la cala, a mitad de mañana, con
mucho viento y un cielo gris. Desde unos kilómetros atrás, Buenaventura ha
divisado los mástiles de la goleta.
Cerca del mediodía arriban al lugar desde
donde podrán descender hasta la playa. Buenaventura y Gregorio lo hacen
primero. El descenso es rápido y a los botes, por suerte, los encuentran
seguros y amarrados.
Foster y Catriel observan desde el
acantilado. Los peones bajan el mástil y la botavara con sogas para evitar cualquier accidente. El
traslado se inicia al momento y sin grandes dificultades ya que el oleaje en la
cala es mínimo.
–Capitán…
–¿Sí, Gregorio?
–Tengo mis dudas respecto a seguir rumbo a
Ushuaia. El tiempo puede jugarnos una mala pasada y el mástil que vamos a reponer
no me da confianza alguna.
La palabra experta del piloto deja inquieto
al capitán. Lo mejor sería regresar a Buenos Aires con la goleta a flote, los
hombres sanos y salvos y la carga segura.
La sugerencia de Gregorio alienta los
planes de Francisco respecto a Susan. Lo único que deben hacer es no comunicarle a Foster la idea: debe ser un
secreto.
Los peones del astillero inspeccionan los
daños y con mano experta comienzan a reparar. Los daños de cubierta se
solucionan con facilidad y la grieta del casco les lleva todo el día hasta el
anochecer.
Francisco y Gregorio logran adecentar los
camarotes y pronto el piso queda seco.
El grupo organiza el campamento. Foster,
Catriel y los peones se ubican en la cueva donde encontraron refugio los
hombres de la goleta, al llegar desde el mar. Buenaventura y Funes pernoctarán
en el barco.
Todo parece encaminarse en la vida de
Francisco. Confía en su suerte a pesar de los contratiempos del viaje. Sólo
resta colocar el mástil y las garcias para poder navegar.
El concierto matinal los despierta.
Gregorio prepara café y Buenaventura en la cubierta escudriña el horizonte con
su catalejo. No hay novedades y sólo divisa el lento avance de unos de los
botes con los carpinteros. El trabajo es arduo y por fin, cerca del mediodía,
el palo se eleva firme en cubierta. Sólo falta instalar la botavara y la vela
cangreja.
Los hombres se reúnen con Foster y deciden
los pasos a seguir. Los peones regresarán a Puerto Deseado, Gregorio quedará en
la Dominique y Buenaventura y los ingleses de vuelta a la estancia.
Francisco y Gregorio se despiden
efusivamente. El piloto, queda bien pertrechado a la espera de la tripulación.
Buenaventura promete que en pocos días estarán navegando.
Nuevamente la estepa, la soledad y el
viento. El grupo apura la marcha y, al galope, ponen dirección a La Sureña.
Nuestro hombre extraña el mar con desesperación. Quiere navegar, necesita
navegar.
El regreso se produce sin que acontezca
inconveniente alguno. Marchan muy atentos y no hay señales de los escoceses.
Ha llegado la hora de la verdad. En el
horizonte La Sureña se perfila en toda su magnitud. Un gran establecimiento que
puede codiciar cualquier mortal.
Taylor los recibe con una carabina en la
mano. Comenta que los escoceses andan por los alrededores. Foster desciende con
rapidez y toma el control de la defensa de la estancia. Los acontecimientos se
aceleran y Buenaventura debe decidir.
Camina hacia las barracas donde están sus
hombres. Todos se encuentran bien, incluso el portugués que camina con un bastón,
pero está muy animoso. Al llegar lo rodean a la espera de buenas noticias.
–Capitán ¿La goleta está lista para
navegar? –el que pregunta es Baltasar.
–Por suerte sí. Gregorio quedó allí para
cuidar que todo esté en orden. Debemos
preparar nuestra partida lo antes posible.
Luego de comprobar que su tripulación está
en condiciones se dirige a su cuarto para cambiar de ropa. Camina en silencio
por el pasillo absorto en sus pensamientos, cuando una figura femenina se
recorta en el fondo. Es Susan. Se detiene sorprendido y sin mediar palabra
alguna, la pasión contenida durante años estalla y ambos se abrazan
desesperados. Sus bocas agresivas sellan un amor irrefrenable. No hay palabras,
sólo caricias y miradas que lo dicen todo. El pasillo está en penumbras y nadie
es testigo de semejante encuentro.
Los enamorados se refugian en el cuarto de
Buenaventura. Nada puede detenerlos, sus cuerpos arden y el deseo los envuelve.
Francisco la toma por los hombres y detiene
el torbellino. Sus rostros quedan frente a frente y con una voz profundamente
emotiva le dice:
–Susan, amor mío, nuestros destinos están
sellados, lo sé. Sólo la muerte nos podrá separar. En este momento de enorme
felicidad, debemos pensar cómo huir de aquí.
Ella se aprieta contra su pecho y solloza.
El capitán intuye un miedo terrible en la mujer. Eso le advierte sobre los
peligros de enfrentar a Taylor.
Afuera, en el pasillo, y pegada a la
puerta, el ama de llaves sigue la conversación de los amantes. La mujer tiene
desde ese momento la vida de Francisco y Susan en sus manos.
Ese instante, crucial para la vida de los
enamorados, se interrumpe por una brutal balacera proveniente desde el
exterior.
–¡Los escoceses, vienen los escoceses! –el
grito alerta a todos.
En la noche cerrada una gran cantidad de
jinetes con antorchas rodean la estancia. Son los hermanos Ferguson: Ian y
Alec. Traen consigo cientos de hombres y entre ellos indígenas tehuelches.
A pesar de los guardias, el ataque fue por
sorpresa y el fuego arde en los principales establos. Los corrales de las
ovejas han sido abiertos y el ganado huye despavorido.
Los peones de Taylor, rodilla en tierra,
repelen el ataque con bravura. Algunos jinetes atacantes yacen en tierra y sus
caballos cruzan las defensas de la Sureña.
–¡Francisco, no vayas, pueden matarte y no
lo soportaría!
Ella se aferra desesperadamente a sus
brazos para impedirle la partida.
–No tengas miedo, nada me pasará, sé
defenderme. Quedate dentro de la casa y aguarda mi regreso.
Buenaventura se despide con un beso tierno
y sale a la carrera por la entrada principal de la casa. Mientras corre,
introduce proyectiles en su carabina y busca un parapeto para disparar. Foster
y Taylor junto a cinco peones repelen desesperados un ataque frontal de
tehuelches. Uno de los indígenas sobrevive a los disparos y con su lanza
atraviesa al peón que protege el flanco derecho de Taylor. El alarido del
infortunado enardece a Buenaventura que apunta al pecho del atacante y aprieta
el gatillo. El jinete cae sin vida. Foster gira la cabeza y saluda con un gesto
la acción decidida del capitán.
La lucha es encarnizada en los alrededores
del establecimiento. La Sureña arde sin
control. El viento que ha comenzado a soplar acelera la destrucción.
Francisco se dirige agazapado hacia las
barracas. Allí están sus hombres y no sabe qué ha sucedido con ellos. Las
llamas, que iluminan parcialmente la escena, orientan al capitán. Cuando gira
hacia la izquierda se cruza en su camino un jinete escocés con sus ojos
desorbitados y gritando como un loco. Le tira el animal encima. Buenaventura lo
esquiva y tomando la carabina por el caño le aplica un golpe brutal en la
cintura. El agresor cae envuelto en una nube de polvo. Antes de que reaccione,
extrae de sus ropas un cuchillo y se lo clava a la altura del corazón. Los azules
ojos del escocés quedan fijos en la nada. Con rapidez retira el cuchillo,
limpia la sangre en la camisa del muerto, recarga la carabina y corre
nuevamente en busca de sus hombres.
–¡Capitán, aquí!
El hombre que grita es Gaspar que le hace
señas desde la puerta de las barracas. Los separan unos cincuenta metros y para
llegar debe sortear una línea de maderos en llamas. A mitad de camino siente un
fuerte golpe en su brazo izquierdo y tarda unos segundos en darse cuenta que
una bala ha hecho impacto. Como puede, sigue a la carrera y logra alcanzar la
puerta. Cae exhausto en un rincón y con el brazo izquierdo bañado en sangre.
Sus hombres, solícitos, lo rodean para ayudarlo. Están todos.
–¡No es nada, muchachos, apenas un raspón!
–responde con valentía.
Todos regresan a sus puestos y continúan
disparando. La lucha es brutal y no parece perder intensidad. Los agresores
alternan embestidas feroces y no cesan en su asedio. Buenaventura nunca imaginó
el drama que está viviendo. Este enfrentamiento es sin piedad alguna de parte
de los contendientes. Los muertos se multiplican sobre el terreno.
Las primeras luces del amanecer se asocian
con una tregua en el combate. Los escoceses se han retirado, pero el incendio
en toda su magnitud no decrece.
Los defensores comienzan por auxiliar a los
heridos, retirar los cadáveres y neutralizar el incendio. Las pérdidas, a
primera vista, son enormes. Foster y Taylor evalúan lo sucedido y están
dispuestos a tomar venganza. El capataz ordena formar una partida para
enfrentar en campo abierto a los escoceses. Taylor, por otro lado, da órdenes
para un grupo de peones persiga el ganado que ha huido.
Buenaventura, inmóvil en la escalinata de
la casa principal, observa la dramática escena con estupor. Ha habido una
matanza por ambos bandos que parece no ha de cesar. Mucho odio y venganza se
respira en ese lugar. El brazo le duele pero es soportable, sólo ha sido un
raspón y el vendaje resiste. La tripulación de la goleta ha sobrevivido y
parece dispuesta a todo.
La estancia está momentáneamente sin sus
jefes. Taylor y Foster encabezan una partida numerosa dispuesta a vengar el
atropello y se alejan al galope. En la mente de Buenaventura, se afirma una
idea arriesgada: es el momento ideal para huir con Susan y sus hombres. La
persecución de los escoceses puede durar horas o días, según se desarrollen los
acontecimientos. Si parten ahora, podrán poner distancia, llegar a la goleta y
hacerse a la mar. Quizás, al principio,
nadie note la desaparición de los marineros y la patrona y eso será una gran
ventaja.
La idea es casi suicida, ya que cuando le
avisen a Taylor, el inglés no dudará en matarlos. Es un momento único y
Francisco debe tomar una decisión.
Decide ingresar a la propiedad y buscar a
Susan. En su camino se cruza Helen que le indica que se encuentra en la
enfermería, ayudando con los heridos. Cuando llega al lugar, el panorama es
desolador: hay muchos hombres en los camastros, ensangrentados y moribundos.
-¡Susan! –grita Francisco.
La mujer se da vuelta sorprendida y sin
dudarlo se dirige a él.
–¿Qué te ha sucedido en el brazo,
Francisco? –pregunta angustiada.
–No es importante, no te preocupes. Debo
hablar urgente contigo, ahora.
Susan deja sobre una mesa las vendas que
lleva en sus manos y sale presurosa detrás del capitán.
–Amor mío, debemos tomar una decisión
arriesgada. Creo que es el momento perfecto para escapar. Tu marido y Foster se
hallan lejos persiguiendo a los escoceses. La estancia es toda confusión y si
partimos en este momento, pondremos una distancia considerable cuando nos
persigan. Mis hombres no pondrán reparo, porque, creo, son capaces de seguirme
hasta el infierno.
Susan se apoya contra la pared y trata de
recuperar el aliento. En su mirada se advierte el miedo. La jugada que plantea
Buenaventura es una verdadera oportunidad, pero significa abandonarlo todo y a
todos. La gente que habita la estancia no es como su marido, no tiene la culpa
y depende en cierta forma de ella. Ha vivido muchos años allí y si bien ha
llorado por su aislamiento y frustración, esperando una ocasión milagrosa para
recuperar su libertad, una especie de parálisis la domina.
Buenaventura aprieta sus manos y mirando
directo a los ojos de la dama, exclama:
–Es ahora o nunca, Susan. Buscaré a mis
hombres para ponerlos al tanto de la situación y que preparen lo necesario para
el viaje.
Susan queda sola en la penumbra del
corredor. Está asustada y confusa.
–Váyase, señora. El capitán tiene razón. La
vida presenta pocas oportunidades y usted se la merece.
La dama, perpleja por las palabras, trata
de identificar quién, desde la oscuridad, habla con decisión.
–¡Helen, por Dios, qué dices!
–La verdad; señora. Su marido es un
miserable, en cambio ese capitán parece una buena persona y la ama con locura.
El ama de llaves acaba de enfrentarla con
la cruda verdad y no puede refutarla.
–Venga, señora, la ayudaré a preparar lo
necesario.
Susan la sigue sumisa y no comprende la
actitud de la mujer. Nunca hubiera imaginado la lealtad y el apoyo que ahora le
brinda. Helen Parker lo arriesga todo por ella.
–¡Mio
capitano! ¿Qué cosa sucede?
Las palabras del gringo reciben a
Buenaventura. Este ordena a sus tripulantes que se reúnan junto a él.
–Lo que voy a decirles es grave. Todos
ustedes saben que amo a la señora Susan Harrison y ella a mi también. Quiero
llevármela y la mejor oportunidad es ahora. Pero les advierto que de seguirme
se están jugando la vida. El marido no tendrá piedad con ninguno de nosotros.
Los marineros se miran entre ellos y el
silencio domina el lugar.
–¿Están dispuestos?
El silencio es grave y las miradas que
cruzan entre ellos preocupante.
Al cabo de unos segundos y al unísono,
todos exclaman:
–¡Hasta la muerte, capitán!
Los hombres se abrazan efusivamente y el
capitán ordena los pasos a seguir para el escape.
Capítulo 10
Los hombres de Buenaventura buscan los
caballos, cargan las alforjas con víveres y esperan las órdenes de partida.
Los escoceses y sus perseguidores han
tomado rumbo al oeste lo que facilita la huída de Francisco y su gente hacia el
noreste, donde se sitúa Cabo Blanco.
Cerca del mediodía y sin que nadie lo
advierta, salen al galope. Van ligeros de pertrechos para alejarse lo más
rápido posible de la estancia. A la cabeza de la partida cabalgan Francisco y
Susan. Todos van en silencio y la columna pronto desaparece en el horizonte de
la meseta patagónica.
Luego de una hora de marcha forzada,
deciden un descanso. Francisco usa los conocimientos aprendidos con Foster:
buscar una hondonada para guarecerse así
no son vistos.
Los marineros toman posiciones en círculo
con sus carabinas listas, mientras que Susan reparte algo de comida. El día
está cálido y el viento apenas una briza. Francisco vigila los alrededores con
su catalejo, para evitar cualquier sorpresa.
Los amantes se reúnen en el centro del
círculo y los brazos contenedores de Buenaventura aquietan los temores de la
dama.
–Tranquila, querida… estamos a un paso de
la libertad. Nada ni nadie podrá detenernos.
–Lo sé, Francisco. Sin embargo Paul y
Foster harán cualquier cosa por atraparnos. A esta altura, algún peón habrá
dado el aviso. Yo estoy contigo hasta el final, pero temo por las represalias
contra tus hombres. Mi esposo es muy
vengativo y los matará sin piedad.
Buenaventura acaricia el rostro amado y con
una calma mal disimulada, le dice:
–Susan… no te angusties, vamos a llegar a
la goleta por la mañana. Tenemos ventaja en el terreno y las armas, para
defendernos. Esto será una anécdota cuando nos sentemos a recordar.
Un beso profundo y sentido sella la
conversación.
Buenaventura se concentra en los próximos
pasos. Tienen un largo camino todavía, un acampe nocturno y, al amanecer, el
último tramo rumbo al acantilado; una vez allí embarcar con tiempo favorable y
rumbear hacia Buenos Aires.
Transcurrida la hora del descanso, parten
exigiendo al máximo sus cabalgaduras. Es necesario ganar kilómetros sobre sus
perseguidores. El inglés es un verdadero perro de presa.
La noche comienza a envolverlos cuando
arriban a una formación rocosa que los protegerá hasta el amanecer.
El portugués se ofrece para la primera
guardia. El hombre, agradecido por la ayuda de sus compañeros, quiere colaborar
a pesar de su convalecencia.
El grupo se protege con mantas porque la
noche está fría y no pueden encender fuego. La oscuridad es completa y sólo el
rumor del viento los acompaña.
Susan apoya su cabeza en el pecho de
Francisco. Él acaricia ese extraordinario pelo rojo que lo atrajo desde el
principio y besa con ternura su frente. La mujer no duerme, sus ojos están
quietos y muy abiertos.
–Francisco…, aún no me has preguntado por
qué me casé con Paul y vine a parar a este lugar tan alejado de la
civilización.
–No, esperaba que me lo contaras.
–La verdad es horrenda. Mi padre debía una
considerable cantidad de dinero a Taylor y sólo había una forma de pagar la
deuda.
–Me imagino –acota Francisco con delicadeza.
–No te lo imaginas. Fue el momento más
triste de mi vida. Sin embargo, no me opuse ya que mis padres, las personas que
más amo en el mundo, estaban al borde del desastre. No había otra salida.
Cuando te conocí, iba rumbo al matadero, pero lo disimulaba. Me habían educado
para disimular.
Pasaron días, meses y años de una profunda
soledad interior. Sólo cumplí con los deberes de esposa y afortunadamente no
tuvimos hijos. Llegué a odiarlo con toda mi alma, pero nunca me animé a huir.
Es un hombre peligroso y debía proteger a mis padres.
Francisco escucha sin interrumpir. Cada
palabra pronunciada por ella incrementa el amor. Sólo piensa en protegerla
contra todo y todos.
–¿Qué fue de tus padres? –preguntó
Buenaventura, profundamente interesado por la historia.
–Mis padres…, primero fue mi padre. Una
penosa enfermedad se lo llevó y luego mi madre, de pena, por la partida de su
compañero. Lo más terrible fue que Paul no me dejó regresar a Buenos Aires. Eso
aumentó mi odio. El miserable vendió todos los bienes para incrementar su
fortuna. Yo, para él, sólo soy un trofeo, nada le interesa más que su dinero y
el poder.
–Comprendo tu calvario y me siento
impotente porque no estuve allí para protegerte. Prometo que haré lo imposible
por hacerte feliz. Pronto estaremos lejos y una nueva vida nos espera.
–Ojalá así sea, Francisco, ojalá…
Las primeras luces los encuentran en plena
actividad. Deben emprender la marcha. Los perseguidores deben de estar cerca.
Con pericia recién adquirida, ensillan los
caballos, cargan los enseres y esperan las órdenes del capitán.
Buenaventura caracolea con su tordillo a
medida que imparte órdenes. El hombre es un verdadero líder.
Inician la marcha al trote en dirección al
este. Francisco y Susan cabalgan decididos a enfrentar su destino.
En la primera colina a la izquierda, algo
difiere en el paisaje. Un jinete inmóvil los está observando. Buenaventura pega
un grito y todos se detienen. El extraño observador desciende al paso y
Francisco, sorprendido, lo identifica: es Foster.
–¡Imposible! ¿Cómo llegó antes que
nosotros? –murmura con asombro Buenaventura.
–¡Capitán, capitán! –es un placer volverlo
a ver en estas circunstancias… tan especiales.
Francisco advierte el tono amenazante y
posa su mano en la culata del revólver.
–Tranquilo, capitán… están totalmente
rodeados. No intente nada porque me veré obligado a matarlo. Fue muy simple, si
quiere saberlo. Mi patrón estaba en lo cierto con respecto a usted y la señora.
No había necesidad de perseguir a los escoceses. Lo hicimos para tenderle una
trampa y usted cayó en ella, lo siento.
Muy asustada, Susan se acerca a Francisco y
con una voz apenas audible, le dice:
–Estamos perdidos…
Francisco no contesta, hace girar su
caballo para apreciar la situación. En efecto, en los cuatro puntos cardinales
hay hombres armados y apuntándolos. Cualquier acto de valor sería suicida. No
queda otra alternativa que rendirse y esperar los acontecimientos.
El regreso a La Sureña está envuelto de
tensión y tristeza. Los hombres de Buenaventura, cabizbajos, saben que sus
vidas no valen un centavo.
La caravana culmina su viaje de regreso
frente a la escalinata de la casa principal. Allí, un solo hombre los observa
sonriente: Paul Taylor. Él sabe que ha triunfado.
Desciende los escalones con paso lento,
como saboreando su victoria. Se acerca al caballo de Susan y con un gesto
galante la invita a descender.
–Querida…, me sorprende tu ingenuidad.
Acto seguido, le da vuelta la cara de una
bofetada. La violencia del golpe da por tierra con la infortunada mujer.
Buenaventura intenta reaccionar, pero el
cañón de un revólver se apoya en su espalda.
–Miserable traidor, no intentes nada porque
tu cabeza será un trofeo en la tranquera de la estancia.
La voz de Foster suena lapidaria.
Buenaventura y sus hombres son llevados a
las barracas donde quedan prisioneros. Más de diez hombres armados forman un
cerrojo imposible de franquear.
La noche transcurre sin mayores novedades.
Buenaventura no pegó un ojo y como fiera enjaulada ha recorrido esas barracas
tratando de imaginar un escape. No se perdona haber caído en una trampa y haber
quedado a merced de un déspota como Taylor.
«¿Qué habrá sido de Susan?», es la pregunta
que martilla en la mente del capitán. El malvado la humilló delante de su gente
y no cree que tenga clemencia.
El amanecer lo encuentra mirando por la
ventana a miles de ovejas saliendo de los corrales y los peones arreándolas.
El capitán está preocupado no sólo por
Susan y los marineros allí encerrados, sino también por Gregorio, aislado en la
goleta y sin tener noticias. El hombre debe de estar haciéndose mil preguntas
sin tener respuesta alguna.
Durante el día la gente de La Sureña se
moviliza restaurando lo destruido por el incendio. Hay guardias por todos lados
y la idea de escapar parece imposible.
Cerca del mediodía la puerta de las
barracas se abre y Foster con dos peones armados, ingresa. Todos se ponen de
pie preparados para lo que sea.
–El patrón quiere verlo, capitán. Venga
conmigo.
Buenaventura obedece en silencio. Los
ingleses se retiran sin darles la espalda.
–¿Qué será de nosotros? –pregunta el
portugués en voz alta.
–Confío en el capitán, hará lo mejor para
todos nosotros – reflexiona Baltasar.
–Estimadísimo capitán, usted es un traidor.
Raptó a mi esposa y debe pagar por ello.
Taylor, junto al ventanal de su escritorio,
lo mira con desprecio mientras saborea un cigarro.
–Usted debe reconocer que Susan no lo ama.
La tiene encerrada y ella sufre.
–¿Y a usted qué le importa, idiota? La
traidora es de mi propiedad y yo hago lo que quiero con ella.
Buenaventura, ciego de odio, se abalanza
sobre él, pero un culatazo lo arroja al piso.
–¡De rodillas, capitán! –Taylor amartilla
su revólver y se lo apoya sobre la frente.
–Podría matarlo como a un perro, pero he
pensado algo mejor para usted.
La sonrisa malévola de Paul Taylor vaticina
algo peligroso y Francisco lo sabe. El hombre no tiene límites.
–Mañana al amanecer se batirá a duelo con
Foster: será con sables.
–Quiero una muerte lenta… ¿No es cierto,
Foster?
–Lo haré con gusto, patrón.
Taylor sonríe satisfecho.
–¡Llévenselo!
Se abre la puerta de las barracas y
Francisco es arrojado violentamente. Sus
hombre quieren reaccionar pero las carabinas disuaden el intento.
El portugués lo ayuda a incorporarse y Gaspar le alcanza un vaso de agua.
–¿Cuál es nuestro destino, capitán?
Buenaventura no contesta, sabe que sólo un
milagro puede salvarlos y Dios parece no habitar por esos lares.
Durante la noche Francisco apenas puede
conciliar el sueño. En su mente se suceden muchas imágenes, desde la lejana
Almería hasta Buenos Aires. Siempre luchó contra las adversidades y logró
triunfar. ¿Sería este duelo el final de su suerte?
Cuando joven, en sus viajes por el
mediterráneo, conoció un extraordinario marinero turco, veterano de guerra, con
el cual aprendió a pelear con sable y
algunos trucos para engañar al contrincante. Cerró sus ojos y se concentró en
esos recuerdos, muy importantes en las horas por venir. Se durmió pensando en
su amada.
Las primeras luces de la mañana entran
tímidas por una pequeña ventana.
–Capitano…
–¿Qué sucede, Pepino? –responde alterado
Buenaventura.
–Niente,
voglio solo dare questo crocifisso. Hai bisogno di esso.
–¡Alguna vez hablarás en castellano,
hombre!
Un abrazo sella la amistad con el capitán.
Los demás se acercan para expresar apoyo y admiración.
Los golpes en la puerta indican que ha
llegado la hora del duelo. Esta vez se presentan cuatro ingleses que con gestos
agresivos, le indican el camino.
Frente a la escalinata que da acceso a la
casa principal, se ha formado un círculo alrededor del cual cientos de peones
aguardan el duelo. Será un combate desigual entre un soldado experto y un
principiante que va rumbo al matadero por la malévola decisión del implacable
Taylor.
Capítulo 11
Foster se ha quitado su casaca y examina
con mirada experta los sables que sostiene un ayudante. En la escalinata, el
señor de la casa ubicó a Susan para que presencie la segura muerte de su amante
en manos del soldado inglés.
–Capitán, puede usted elegir el arma –la
mirada socarrona de Foster lo dice todo.
Buenaventura no contesta y elige una de las
espadas. Su mirada se dirige a la escalinata y se encuentra con los ojos de su
amada. Extrañamente se encuentra
serena, aguardando su destino con entereza.
Francisco arremanga la camisa, desprende
algunos botones y se coloca en posición. Sabe que corre en desventaja, pero va
a vender cara su muerte.
–¡Que comience el combate! –la voz de
Taylor se hace escuchar en el silencio que rodea la escena.
Los contendientes comienzan a girar
estudiándose. El inglés adopta la postura clásica del experto. Adelanta con
agilidad su pierna derecha e insinúa la espada. Buenaventura retrocede, pero
tiene los ojos clavados en los de Foster. Adivinar los movimientos del enemigo
son claves en un duelo. Ambos son diestros.
Siguen girando y Foster, sorpresivamente,
intenta aplicar un hachazo que con destreza detiene Francisco.
El inglés pelea con tácticas muy
conservadoras, propias de un soldado que sigue las reglas de la esgrima. Lo del
capitán es pura improvisación y sorpresa, sus golpes no son clásicos, más bien
los de un hombre desesperado.
Tanto Foster como Buenaventura tienen el
antebrazo no armado en ángulo recto y con la muñeca muerta. Los sables están
ligeramente inclinados hacia la izquierda haciendo que crucen la cara.
En un movimiento sorpresivo, el inglés se
adelanta y con un movimiento de arriba hacia abajo produce un corte en el pecho
de Francisco. El dolor es intenso y el capitán retrocede protegiéndose. El
corte no es profundo pero una mancha roja tiñe la camisa del español. Foster
sonríe como adivinando el final de su adversario.
La desesperación de Susan es tremenda. Se
mantiene en pié gracias al apoyo brindado por Helen que permanece a su lado
desde el regreso.
Francisco ruega que la confianza desmesurada del inglés lo
pierda. Un error es una posibilidad.
El griterío de los peones es brutal. El
capataz es su héroe y debe lavar con sangre el honor del patrón. Todos esperan
la muerte de Buenaventura.
El combate sigue con avances y retrocesos.
Foster acusa cansancio. Francisco, más joven, tiene resto y eso puede jugarle a
favor.
Taylor, impaciente, baja la escalinata y se
sitúa cerca de la pelea para festejar el seguro triunfo de Foster.
Los golpes de sable se suceden, uno detrás
de otro, con una violencia inusitada. En uno de los cruces el sable de
Buenaventura toca la mejilla izquierda de su contendiente y una línea de sangre
florece.
Foster, enardecido, se tira al frente con
el sable levemente bajo y Buenaventura advierte que esa es una oportunidad
única y con un golpe certero hiere en la frente al capataz. Este, sorprendido,
se detiene mientras la sangre desciende entre los ojos, cruza la mejilla
derecha y se agolpa en el mentón. Todo el mundo en silencio espera una
reacción. Sólo se escucha el viento que recorre el lugar de sur a norte.
Francisco, muy agitado, se mantiene en
guardia y observa los ojos del inglés. Nota que la vida se le está escapando y
su brazo armado deja caer el sable. Es
el momento para un golpe definitivo que Francisco no aplica.
Lentamente, el hombre se derrumba: primero
de rodillas, y luego su cuerpo se desploma sobre el campo de la lucha. Está
muerto.
En un segundo, Buenaventura se da cuenta
que es el momento de una maniobra audaz. Pega un salto y queda al lado de
Taylor. Extrae el revólver que tiene el patrón en su cintura y se lo apoya en
la nuca.
–Un movimiento en falso y usted muere.
Algunos peones intentan acercarse pero el
ruido que produce el amartillado del revólver hace que Taylor, aterrorizado,
grite:
–¡No se muevan, idiotas, el maldito puede matarme!
–¡Capitán!
Buenaventura gira su cabeza y todos sus
hombres, armados con carabinas, lo rodean.
Los marineros han logrado escapar de las
barracas durante el duelo y hacerse con las armas.
Buenaventura es un hombre decidido a todo.
Ha salvado su vida milagrosamente y debe aprovecharlo.
–¡Baltasar, Amador, traigan a Susan!
–¡Gaspar, Manuel, Pepino, preparen los
caballos!
Los hombres se mueven con rapidez frente al
estupor de la peonada, que nada puede hacer. Su patrón está prisionero y
cualquier acción puede costarle la vida.
Buenaventura reúne a sus hombres y les pide
que se hagan de víveres y municiones. La huída será difícil a pesar del rehén.
–¡Usted no se saldrá con la suya, he de
perseguirlo hasta el fin del mundo!
El odio se refleja en los ojos de Taylor.
–¡Paul Taylor, usted se aprovechó de la
situación de los padres de Susan, para conseguir un trofeo! Jamás la amó.
–¡Claro! ¿Y usted sí? –le responde con
altanería.
–Sí, la amo profundamente y la liberaré de
este calvario. Podrá decidir sobre su vida en libertad.
–¿Y tú qué dices a todo esto, traidora?
–Que Francisco tiene razón. Yo también lo
amo y quiero irme con él. Recuperar la
libertad y la dignidad que perdí contigo.
–¡Pamplinas, querida, eres mi esposa y sólo
muerta podrás abandonarme! –la sentencia obliga a Buenaventura a hundir el
cañón del revólver en las costillas del inglés y con una advertencia decirle:
–Eso lo veremos, Taylor, puede que no
llegue con vida a la costa…
Helen, la ama de llaves, decide acompañar a
Susan y los jinetes parten raudamente entre los gritos y las maldiciones de la
peonada.
Junto al cadáver de Foster se ha inclinado
Catriel. Murmura palabras ininteligibles y con sus manos dibuja extraños signos
alrededor del muerto.
Cuando la partida se pierde en una nube
polvo, el indio, parece fulminarlos con la mirada.
Se levanta, toma sus armas y monta sobre un
potro que relincha al reconocer a su amo.
El tehuelche se pone al frente de unos
cincuenta hombres que inician la persecución. Sobre la polvorienta tierra
patagónica queda el cadáver del soldado inglés que sobrevivió a Balaclava, pero
perdió con la espada de Buenaventura.
Paul Taylor cabalga rodeado por los
marineros de la Dominique. No hay posibilidad de un escape. Al frente,
Buenaventura y Susan exigen sus cabalgaduras. Deben poner distancia con sus
perseguidores. Sin embargo, una pequeña nube de polvo le indica que los
ingleses, tenaces en la persecución, están cerca.
El terreno cada vez más áspero y el viento,
implacable en estos momentos, los obliga al trote. El capitán sabe que habrá
lucha y sólo cuenta con el prisionero para negociar.
La fatiga se advierte en los jinetes pero
no pueden detenerse. Hacerlo implicaría que sus perseguidores lo rodeen y
comience una lucha cuerpo a cuerpo.
Pronto llegará la noche y no quedará otra
opción que acampar. El conocimiento del terreno por parte de Francisco es una
ventaja. Debe buscar una posición elevada y preparar un círculo defensivo. La
oportunidad se presenta frente a sus ojos: al final de la llanura una elevación
rocosa parece el sitio perfecto para una fortificación.
Buenaventura detiene la marcha y tirando
las riendas hacia la izquierda, hace girar el caballo y se dirige a sus
hombres:
–¡Síganme! ¡Allí al frente haremos un
refugio!
Al paso, hombres y animales inician la ascensión
con el cuidado de no mancar los caballos: perderlos sería una muerte segura.
–¡Rápido, hay que organizar la defensa!
¡Haremos un semicírculo, protegiéndonos con la montaña! –exclama con autoridad
el capitán.
Los hombres toman posiciones a distancias
parejas entre ellos, para no dejar huecos defensivos. Susan, como Helen,
también han sido provistas de armas. Taylor, maniatado, permanece en el fondo
de la cueva.
Al atardecer llegan los hombres de La
Sureña, con Catriel a la cabeza. Se ubican a una distancia prudencial. Saben
que pueden ser blancos perfectos si se acercan.
Buenaventura se apoya en una roca y con el
catalejo examina el grupo enemigo. Sonríe, por un momento recuerda a Foster. Si
atacaran de frente cometerían el mismo error que los jinetes ingleses en la
batalla de Balaclava. Sin embargo, el capitán sabe que si los someten a un
sitio, no tienen escapatoria. Los rendirían por hambre y sed.
Perdido en sus pensamientos, no advierte la
presencia de Susan que lo acaricia en la nuca.
–¡Amor!
El capitán se da vuelta y el abrazo
contiene a esas dos almas que están jugando sus vidas por un sentimiento
verdadero.
Francisco la admira. Ella soporta estoicamente la adversidad y en
ningún momento se ha quebrado
–¿Qué harías tú, si fueras Catriel, Francisco?
La pregunta no lo sorprende, hace rato que
él mismo se la hace.
–Atacaría por la noche y en silencio. No
hay luna y la oscuridad va ser total.
Ambos se miran y saben lo que hay que
hacer. Helen, Susan y Amador se encargan de recolectar todo lo que encuentran a
su paso para hacer fuego. Algunos, estratégicamente ubicados, pueden darle luz
suficiente para abatir a los atacantes antes de que lleguen a la posición.
El frío y la oscuridad se asocian para
crear una escena peligrosa. Pepino y Manuel bajan cautelosamente para colocar
pequeños montículos de material y encender los fuegos.
Cuatro puntos luminosos colocados en
semicírculo brindan suficiente luz para identificar a cualquiera que se acerque
y abatirlos.
Nadie duerme. Todos en sus posiciones están
pendientes del enemigo.
Buenaventura posa su mano derecha sobre la
tierra y no percibe el temblor de los caballos, al ponerse en movimiento.
Las fogatas advertirán del peligro, cuando
los tengan muy cerca. Sin embargo, ellos no podrán verlos porque el alcance de
la luz es escaso. Ambos tienen casi las mismas oportunidades.
Susan recorre las posiciones distribuyendo
mantas y una escasa ración de whisky, para mantener calientes a los defensores.
El silencio es total. Buenaventura prende
una cerilla para ver la hora: las dos de la madrugada. Apoya la carabina y
espera.
–Veremos qué hace el tehuelche –murmura
entre dientes.
El indio es un misterio y lo obsesiona.
El disparo suena como un cañonazo. Baltasar
abatió un intruso, cuyo cuerpo queda entre la luz y la oscuridad. A
continuación atruenan las carabinas de ambos lados. Las balas rebotan en las
piedras y desprenden esquirlas peligrosas. Buenaventura siente un ardor
profundo en la mejilla derecha. Acaba de incrustarse un pedazo de piedra. El
impacto ha sido tremendo y lo impulsa hacia atrás. Todo dura algunos minutos y
luego el silencio. El aterrorizante silencio de la espera. Ni los atacantes han
avanzado, ni los defensores, retrocedido. Todo permanece igual.
Cerca de las cinco de la madrugada los
fuegos se han extinguido y el sol es una línea roja en el horizonte.
Buenaventura advierte que la tierra empieza
a temblar. Apoya su mano y descubre que es verdad. No lo entiende ya que sus
atacantes se acercaron a pie.
Toma el catalejo y escudriña el horizonte.
Allá a los lejos una formación de jinetes. Más de cien bajan al galope por la
llanura.
–¡Dios, estamos perdidos! –exclama
desesperado.
Sigue observando para comprobar si es un
sueño o la cruda realidad. Observa detenidamente y luego, con todas sus
fuerzas, grita:
–¡Los escoceses, vienen los escoceses!
Catriel y los peones quedan encerrados
entre dos fuegos. La situación se torna impredecible.
Los jinetes, en una carga cerrada, disparan
sus carabinas con habilidad y sus primeros disparos hacen estragos entre los
ingleses.
Catriel ordena correr hacia nuestra
posición, para defenderse de los escoceses.
Francisco ordena no disparar para que
puedan protegerse entre las rocas y enfrentar juntos a los invasores.
Una extraña jugada del destino los une para
enfrentar a los hermanos que con furia arremeten las posiciones. Hay muchos
caídos de ambos bandos. La lucha es encarnizada. Algunos caballos caen y en la
caída destrozan a sus jinetes. Hay peleas cuerpo a cuerpo y los escoceses, en
ventaja numérica, se acercan peligrosamente al núcleo de la defensa.
Buenaventura se da cuenta de que los
ingleses han sido prácticamente masacrados y tiene sólo a sus hombres para
defenderse.
–¡Capitán! –la voz de Taylor se hace
escuchar.
–¡Deme un arma que quiero pelear contra
esos malditos!
Francisco cruza una mirada con Susan que,
junto a él, pelea fieramente contra los intrusos y corre cueva adentro.
Ambos se odian, pero la necesidad obliga al
riesgo.
Sin palabras, Francisco, desata a Paul y le
entrega una carabina y una caja de municiones.
Ya tiene a los escoceses casi encima.
Buenaventura tira su carabina y con el revólver defiende la posición como una
fiera. Se combate casi cuerpo a cuerpo. Los marineros apelan a sus arpones,
puñales y hasta piedras.
Taylor, muy eficaz con la carabina, destroza
la avanzada escocesa. Tiene una puntería de los mil demonios. Sin embargo
éstos, gritando como fieras, insisten sobre las posiciones de los marineros.
Uno de los escoceses se filtra entre las rocas y con un cuchillo se abalanza
sobre Susan y al momento de herirla, Taylor se cruza para evitar la muerte
segura de su esposa y el cuchillo se entierra en el pecho del inglés.
Buenaventura mata al escocés y arengando a
sus hombres inicia un contraataque que termina con la fuga del enemigo.
Todo ha terminado, sólo quedan caballos
vagando por la llanura y algunos jinetes escoceses en fuga.
Francisco comprueba que sus marineros han
sobrevivido. Se acerca a Susan que permanece en silencio, junto al cadáver de
Taylor. Finalmente el inglés tuvo un acto de heroísmo y salvo la vida de la
mujer a la cual le causó mucho daño.
Catriel, que ha sobrevivido, se acerca y
Susan habla con él. El tehuelche asiente y junto a tres peones sobrevivientes
de la batalla se harán cargo del cuerpo de Paul Taylor.
Capítulo 12
Susan y Francisco están frente a frente con
sus ropas manchadas de sangre y la expresión de aquellos que han llegado al
límite de las emociones. El abrazo y las caricias que se prodigan son como un
bálsamo luego del calvario vivido.
–Querida, debemos organizar la partida.
Gregorio nos espera en la costa con la goleta lista para zarpar.
–Francisco…
–¿Qué sucede?
El capitán advierte en el rostro de su
amada una expresión que no le gusta.
–No puedo seguirte… por ahora. Lo menos que
debo hacer es regresar a La Sureña y ocuparme de la situación. Paul ha muerto y
aquello debe ser un desastre. No puedo abandonarlos.
Francisco, desolado, se acerca toma las manos de su amada pelirroja y le
ruega que lo siga.
–No insistas, ellos no son mis enemigos.
Paul era un tirano y el miedo los mantenía bajo su poder. Además, debo dar
cuenta a las autoridades sobre lo sucedido y cuidar lo único que me queda: La
Sureña.
–¿Es una despedida?
El sufrimiento de Francisco le parte el
alma, pero es necesario que sea así.
–Te lo dije una vez: lo que deba ser, será.
–Pero… ¿Realmente me amas?
–¡Claro, capitán! ¡Te amo! Ahora, vete,
regresa a la goleta que tus hombres te necesitan.
La noche extrañamente quieta y con un cielo
estrellado que todo lo ilumina, ve partir la nave rumbo a mar abierto: una
maravillosa goleta con sus trapos al viento.
Desde el acantilado, Susan agita su mano y
gotas de cristal recorren lentamente sus mejillas.
La tarde se hace noche y la goleta navega
con las velas hinchadas por un viento sur que la empuja mar adentro, como
alejándolos de tanto dolor y sacrificio.
En cubierta han quedado Francisco y
Gregorio. Solo se escucha el sonido de las olas chocando con la proa. El piloto
respeta el dolor de su capitán. Ha debido abandonar al amor de su vida y no
sabe si volverá a verla.
Francisco encendió la pipa y una larga
bocanada azulina se pierde en las alturas.
Por fortuna, la Dominique responde a las
exigencias de la travesía; deben llegar
lo antes posible a Buenos Aires para poder explicar tremenda aventura.
Luego de una escala en Mar del Plata,
mensaje telegráfico incluido explicando en parte sus dificultades, el capitán
Buenaventura y sus hombres encaran el tramo final.
La navegación es tranquila. Parece que el
Atlántico respeta su dolor y no quiere hostigarlo.
Con las primeras luces de la mañana avistan
la ciudad y sus corazones henchidos de alegría los invitan a cantar las canzonetas de Pepino. Parecen haber
olvidado las terribles experiencias vividas.
La goleta ingresa al Riachuelo con toda su
tripulación en cubierta. El regreso a casa los ha relajado y lucen muy
animosos. La ciudad, en el horizonte, luce maravillosa.
En el muelle espera un carruaje y a su lado
don Juan Urdagaray, que agita sus manos en señal de bienvenida.
Tiran los cabos y la goleta amarra con
precisión. Buenaventura desciende y ambos hombres, frente a frente, terminan en
un abrazo emotivo.
–¡Capitán, no puedo creer todo lo que les
ha sucedido!
–Yo tampoco, don Juan. Esto ha sido un
calvario pero, afortunadamente, la goleta, su carga y nuestra tripulación están
de vuelta. Lamento no haber llegado a
Ushuaia. En ese sentido, he fracasado.
–Capitán, eso se puede arreglar. El haber
salvado a la tripulación de la muerte es un mérito que no voy a olvidar.
Don Juan estrecha las manos de cada uno de
los tripulantes y les agradece el sacrificio realizado.
–Vamos, capitán. En mi oficina podrá
contarme los detalles de este viaje.
Los dos hombres ascienden al carruaje y
parten en medio del bullicio de la hora.
El paisaje de la ciudad, su gente y el
estar en casa disminuyen la tristeza de Francisco.
Una vez en la oficina, los hombres se
apoltronan y don Juan, curioso, espera el relato pormenorizado.
Mientras saborean un refresco que les ha
traído la secretaria de Urdagaray, Buenaventura
trata de ordenar sus ideas para explicarle la aventura vivida.
–Mire, don Juan, nunca viví una experiencia
tan horrible como esa tormenta de la cual le hablé. Fueron horas de zozobra. El
barco averiado y el acercamiento peligroso por los arrecifes ocultos, nos
impidió continuar hasta Puerto Deseado. Una cala en Cabo Blanco nos salvó la
vida.
–Me dijo que Manuel quedó gravemente
herido…
–Es verdad, lo del portugués nos obligó a
buscar ayuda de inmediato. Por suerte,
la gente de Paul Taylor apareció en escena y fue nuestra salvación.
–Claro, Paul Taylor, el esposo de Susan
Harrison. Qué coincidencia extraordinaria.
Las palabras de don Juan golpean la
conciencia de Francisco y por su mente suceden imágenes de los trágicos
acontecimientos. Siente que en parte es culpable, que quizás se pudieron evitar
si sus sentimientos por Susan no hubieran interferido.
Luego de varias horas de informar sobre lo
acontecido, Francisco espera la palabra de Urdagaray. Está ansioso y no es para
menos.
–Capitán…, soy un hombre que ha sabido
enfrentar grandes dificultades en la vida y creo que lo suyo fue un acto de
valor. Conocía de antemano que Taylor era un déspota y la historia de la
familia Harrison. Algo muy triste que este hombre sin escrúpulos aprovechó.
Está disculpado. Los abogados de mi empresa investigarán lo ocurrido y usted,
mi estimado capitán, tendrá todo mi
apoyo. No lo dude.
–Gracias, don Juan. Me quita un peso de
encima.
–Francisco, descanse y luego hablaremos
sobre su futuro.
El saludo, formal y cálido, sella una
relación que ha demostrado ser más fuerte que las adversidades.
Corre octubre y los aires veraniegos
infunden un nuevo ánimo en nuestro capitán. La ciudad con los colores de la
primavera parece otra. Se larga a caminar pero a cada paso recuerda a sus
amores y pronto la tristeza lo invade.
Primero perdió a Dominique y ahora a Susan:
su vida es un interrogante sin respuesta.
Necesita un trago, un trago muy fuerte. Un
bar sobre la avenida lo invita a entrar.
–Ron, por favor, una botella…
Al anochecer y algo borracho se presenta en
su casa. ¿Su casa? Casi no la recuerda, parece que han pasado muchos años y
sólo ha sido un mes y medio. Por las dudas, golpea.
La puerta se abre y una sorprendida madame
Eugene saluda emocionada.
–¡Capitán, no sabe la alegría que siento de
volver a verlo por aquí, creí que no regresaría!
–¡La alegría es mía señora, por su
responsabilidad al cuidar mi hogar y esperar el regreso de este hombre!
–Pase, por favor, pase…
Al entrar, el recuerdo de Dominique se hace
presente. Cada cosa que hay allí la trae a su mente.
Madame Eugene ha hecho un trabajo minucioso
y todo se muestra impecable. Buenaventura parece un extraño, un verdadero
intruso que trata de reconocer un mundo casi olvidado.
La mujer, solícita, le prepara un baño y
parte hacia la cocina con intenciones de alimentar a ese hombre que se ve flaco
y en mal estado.
A la medianoche, luego de un café
exquisito, sale al patio para respirar el aire de la noche.
Madame Eugene se ha retirado luego de
servirle la cena y la casa permanece en un silencio sepulcral.
Francisco se sienta en una antigua
reposera, saca de su bolsillo la pipa, coloca tabaco y con un rápido movimiento
enciende una cerilla.
Aspira profundo el humo del tabaco y una
sensación de placer lo invade. Cierra los ojos y pronuncia su nombre. El
recuerdo de Susan lastima su alma. Sus cabellos rojos parecen acariciarle el
rostro.
Los días del verano transcurren sin grandes
novedades. Buenaventura retorna a sus viajes costeros: Uruguay y el sur de
Brasil. La goleta ha sido reparada a nuevo y parece que vuela sobre las olas.
La posición económica de Francisco mejora
notablemente y Juan le propone asociarlo a la empresa lo que Buenaventura
acepta gustoso.
En marzo, con la llegada del otoño, don
Juan lo cita en sus oficinas, temprano por la mañana. Francisco, puntual,
espera las novedades.
–Querido capitán. Deseo hacerle una
propuesta.
–Lo escucho, don Juan.
–Creo que ha llegado la hora de que me
retire. Esta empresa necesita la dirección de un hombre joven como usted. Le
propongo que se haga cargo.
Francisco lo mira sorprendido. No esperaba
una propuesta semejante.
–Sí, no se asombre. Necesito descansar. Han
sido muchos años de batallar contra vientos y mareas. Quiero retirarme. Quiero
volver a España y vivir un tiempo allí. Lo necesito.
El capitán Buenaventura se acerca al
ventanal y mira la ciudad de Buenos Aires. Comprende que ha recorrido un largo
camino desde su querida España.
–Acepto, don Juan. No lo defraudaré.
–Eso espero, capitán. Todo queda, a partir
de ahora, en sus manos.
–Le voy a pedir un último favor, don Juan.
–¿Qué será, amigo mío?
–Que a partir de este momento, deberé
despedirme de la goleta. Tendré que ocupar sus oficinas y el mar estará algo
lejos de mí, pero necesito hacer mi último viaje. Volver a Montevideo.
–Como usted guste. Concedido. Su último
viaje con la goleta Dominique.
–Gracias, don Juan.
El veintiuno de Marzo de 1887, el capitán
Buenaventura se presenta en el muelle, donde lo espera su querida goleta. La
mira con los ojos de aquel niño que recorría fascinado el puerto de la lejana
Almería, situada en el extremo sur de la península ibérica.
–Buenos días, capitán.
Gregorio lo saluda, más serio que de
costumbre. Ahora, el capitán es el patrón.
–¡Vamos, Gregorio, dejate de ceremonias!
Sigo siendo el de siempre.
Ambos ríen con ganas. Los otros, sus
compañeros de la aventura más dramática de su vida, se acercan a saludarlo.
Esos hombres son algo más que sus empleados, son sus hermanos.
Todo está en orden y la nave, lista para
zarpar. Francisco sabe que es su último viaje. Luego deberá sumergirse en la
administración de una flota comercial de envergadura. Un verdadero desafío que
no lo intimida.
Recorre el barco de proa a popa. Las velas
trinquete, la mayor y la mesana, todas en su lugar y en perfectas condiciones.
La mañana se presenta radiante. El cielo,
sin nubes y con una briza que empuja. Un día perfecto. Sin embargo él sabe que
a bordo existe un fantasma que lo atormenta y es el recuerdo de Susan Harrison.
En ese barco comenzó una historia sin final a la vista. La recuerda tomada de
un cabo y mirando asombrada a los delfines de río.
La goleta cruza entre barcos de gran porte
que son la maravilla de finales de siglo. Una gacela entre paquidermos del mar.
Banderas de muchas naciones y pañuelos que saludan su paso.
El estuario se abre como una boca inmensa y
la Dominique, a toda vela, corta las olas con gracia.
Al timón, el capitán Buenaventura siente el
palpitar de su nave y todo cobra sentido. Nació para navegar y lo vive a pleno.
Quiere disfrutar de su último viaje al comando de la goleta.
Todo en su vida fue un vértigo increíble
con vaivenes semejantes a los caprichos del mar, su gran adversario. Le gusta
enfrentarlo y superar la prueba. Es amigo y enemigo según las circunstancias.
A media tarde la ciudad de Montevideo se
dibuja en el horizonte. Los tripulantes recogen la vela cangreja y la mesana.
Navegan con lo foques para disminuir la velocidad.
Una sensación de angustia le cierra la
garganta. El recuerdo de Susan es muy doloroso, casi insoportable. Está
sufriendo y no lo puede remediar.
Manuel y Amador tiran los cabos y amarran
la goleta. Gaspar, Florencio y Baltasar comienzan a descargar los bultos.
Lentamente se acercan los carros para transportarlos. Gregorio se hace cargo de
los trámites y Pepino atiende al capitán.
Al atardecer buscan un hotel. Montevideo es
una ciudad amable. Esa misma noche alquila un carruaje y se larga a recorrer la
ciudad. Las farolas encendidas crean un ambiente de magia dibujando bellos
paisajes nocturnos que distraen las tristezas del capitán. Visitó muchos bares donde
las copas de ron le hicieron compañía. Regresó totalmente borracho a punto tal
de que Gregorio tuvo que arreglárselas para poder acostarlo.
A la mañana siguiente iniciaron el regreso
a Buenos Aires con otra carga. Un viaje de rutina, con el río algo inquieto
pero sin provocar contratiempos. La Dominique surca las aguas demostrando que
es una goleta incomparable.
La compañía de Gregorio reconforta al
capitán. El hombre es confidente y sabe respetar los silencios. Una botella de
ron entre los dos es una buena manera de ahogar las penas.
Los contornos de Montevideo se van
desdibujando a medida que avanzan. El último viaje es una realidad.
–Capitán…, creo que ha llegado la hora de
retirarme. Los grandes barcos han ganado la batalla y naves como la nuestra ya
no se justifican. Además, usted nos deja.
La confesión de Gregorio lo sorprende.
–¿Qué me está queriendo decir, amigo?
–Que vuelvo a mi hogar. Han sido muchos
años y creo que los sucesos en la Patagonia marcan un antes y un después en mi
vida. Quiero estar con mi esposa y ver crecer a los nietos. Casi no contamos el
cuento.
Francisco sonríe, pero sabe que lo que dice
su piloto es cierto. Casi pierden la vida y eso no es cualquier cosa.
Han vaciado la botella y están algo
embriagados. La mañana se presenta espléndida y Gregorio ha dicho lo suyo.
–Está bien, que así sea… los tiempos
modernos nos han vencido, no más velas… ¡Ahora chimeneas!
Ambos ríen a carcajadas, borrachos como una
cuba.
Como puede y tratando de disimular, el
capitán reúne a los tripulantes y
les comunica la novedad. Los hombres enmudecen ante la noticia.
–Bueno, no es para tanto. Los reubicaré en
los nuevos y modernos barcos de la flota y conservarán sus puestos de trabajo.
Todos respiran aliviados.
Pepino, advirtiendo el estado de sus jefes,
prepara un café bien cargado para despejarlos.
El río algo agitado preocupa a los
tripulantes de la goleta. Vientos del sudeste golpean a babor y la nave escora
peligrosamente.
Gregorio al timón corta las olas con
maestría. Los hombres en sus puestos están alertas. El aire se ha puesto frío y
el cielo se ha nublado con rapidez.
«Tormenta a la vista» piensa Francisco.
–Tendremos jaleo, Gregorio.
–Así es, mi capitán, será una despedida con
bombos y platillos.
Francisco ordena reducir la superficie de
las velas. Los muchachos enrollan parte del foque en el stay de proa. Reducen
la superficie de la vela mayor, plegando parte de la vela en la botavara y
aguantan como pueden el chubasco.
El río golpea furioso el casco de la nave.
De pronto el día se ha oscurecido y el panorama no es alentador. El fantasma
del naufragio sobrevuela la goleta.
Francisco está dispuesto a dar batalla. Su
último viaje no será un desastre.
Ordena ponerse al pairo y la nave queda
quieta en medio de olas embravecidas.
–¡Inmoviliza el timón, Gregorio!
–¡Manuel, Amador, tiren un ancla flotante!
Los hombres obedecen al instante y la nave
se estabiliza.
–¡No me arruinarás mi último viaje, río del
demonio! – grita, desafiante, Buenaventura.
–¡Capitán, embarcación a la vista y parecen
problemas!
Buenaventura apronta su catalejo y la busca
entre las olas embravecidas. Luego de unos minutos divisa un velero y a dos
hombres desesperados tratando de mantenerlo a flote.
–¡Debemos ayudarlos! –ordena el capitán.
–Va a ser muy difícil, don Francisco, podemos
embestirlos.
–Es verdad, Gregorio, pero si no los
ayudamos, están perdidos.
La goleta cambia de rumbo y va directo al
velero. La lluvia castiga la cubierta de la goleta sin piedad y casi es
imposible dominarla. Mientras los hombres de la Dominique batallan para
controlar la nave, el velero se parte en dos y desaparece en las aguas del río.
–¡Pobres diablos: se van a ahogar! –grita
Gaspar.
–¡No! Si podemos auxiliarlos –responde
Francisco.
Unas manos agitándose entre las olas dan
cuenta de que los navegantes han sobrevivido al naufragio.
–¡Tiren cabos!
La voz del capitán provoca la reacción
inmediata de los marineros de la goleta y varios cabos caen cerca de los dos
hombres en el agua. Estos, desesperados logran agarrarlas para ser
transportados hacia la Dominique. Cuando son izados los dos marinos caen
exhaustos por el esfuerzo.
–¡Florencio! ¡Amador! –llévenlos bajo
cubierta para atenderlos.
–¡A la orden, capitán!
La pelea ha durado varias horas, pero la
goleta sobrevive. Una mancha blanca, en las oscuras aguas del Rio de la Plata,
cabalga triunfante sobre las olas. Es la Dominique que ha sobrevivido a su
última aventura.
La tormenta ha cesado. El cielo se abre y
un tibio sol ilumina el rostro de los valientes hombres de la goleta. La
alegría contagiosa alborota al grupo. Tiran sus gorros al aire y se abrazan.
Han ganado. Otra vez el capitán tuerce un destino incierto. Ha peleado duro y
ha triunfado.
El atardecer los encuentra a la vista de
Buenos Aires. Sus cúpulas rojizas por el sol semejan un cuadro impresionista.
Otra vez, como la primera, lo recibe la imponente imagen de la iglesia y el
convento de Santa Catalina de Siena. Francisco se santigua y agradece su
suerte.
La nave amarra sin dificultades y todos se
preparan para el desembarco.
En el muelle, y para sorpresa de Francisco,
está don Juan. El hombre lo recibe con preocupación. Su rostro lo demuestra.
–¿Sucede algo, don Juan?
–La tormenta me tenía preocupado, capitán.
El río se veía muy amenazante, pero compruebo que la goleta es invencible; y
usted, un maestro. Lo felicito.
-Gracias, don Juan. Todos se han portado
como unos verdaderos valientes. Durante la travesía hemos recogido a dos
náufragos que se encuentran en buen estado, gracias a Dios.
-Gracias a usted, Buenaventura. Esos
hombres no lo van a olvidar jamás.
-Era mi deber. El deber sagrado de todo
marinero.
–Capitán, tengo una sorpresa para usted…
–No me preocupe, hombre ¿De qué se trata?
–Alguien lo espera en aquel carruaje.
Su corazón da un vuelco, pero controla como
puede su ansiedad.
Francisco se acerca y al mirar dentro del
vehículo, unos ojos azules increíbles lo están observando. El capitán queda
hipnotizado y sin poder decir palabra alguna.
–¿Sorprendido, mi amor?
–¡Susan! ¡Por Dios!
–Te lo dije: lo que deba ser, será.
El amor contenido durante tanto tiempo
explota y ese hombre y esa mujer se funden en un abrazo que sella la aventura
más riesgosa de sus vidas. Gregorio, el piloto de la Dominique, comprende con
satisfacción que su amigo, el capitán español, Francisco Buenaventura, ha triunfado en su última y más decisiva
batalla.
FIN
Una pasión en la tempestad por Fernando Cianciola se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
Muchísimas gracias por invitarme a tu blog, amigo Fernando. Muy buen comienzo de una gran obra que me gustaría seguir leyendo! Además tratando la temática náutica que, no sé porque, me atrae.
ResponderEliminarSigo tu blog desde hoy! E igualmente te invito a que te pases por el mío, espero que te guste! Un abrazo!
http://conunaplumaenmismanos.blogspot.com.es/
Gracias, Ana. Ya pasaré por el tuyo. todo esto es nuevo para mí. Saludos.
EliminarFernando, gracias por compartir. El buen manejo de lo escénico junto con la fluidez del texto permite que uno pueda ubicarse en medio de los sucesos, como espectador privilegiado de la historia. En esta y otras ocasiones he comprobado que cuando a través del relato se logra materializar lo cotidiano, haciéndolo asequible a los sentidos, aunque la narración no resulté novedosa, tiene la magia de atrapar al lector, más allá de lo que uno pueda suponer como posible o probable de lo por venir. Espero con una especie ansiedad tu próxima entrega. Abrazo. Ricardo Gillette.
ResponderEliminarGracias, Ricardo. Es un honor para mí que hayas empezado a leerla. bien sabes que escribir es una aventura donde todo puede pasar. Que logres resultados aceptables o hagas el ridículo. Esta novela que es la primera, nacio como un diario en el Taller de Gerbaldo y luego me entusiasmó que lo transformé en una novela. Ésta es corta pero tengo otra sobre unitarios y federales que es mas extensa y me gustpo mucho escribirla. La tercera está en construcción y avanzada. Cuando termine de cargar esta novela, publicaré con frecuencia muchos de los cuentos que he acumulado. Espero en algún momento llevarlos al papel. Te agradezco mucho que me des pelota y estamos en contacto. Saludos.
EliminarFernando, terminé de leer tu novela. Tal como lo expresé en mi comentario anterior este trabajo se puede observar desde dos puntos de vista, uno es el aspecto técnico. En este sentido, reitero mis palabras, a lo que debo agregar algo que, una vez concluida la lectura, me parece apropiado, tengo la sensación que esta novela fue escrita con apuro, con una innecesario velocidad que le resta valor, pues en muchos de sus pasajes me quedo con la expectativa de querer saber o conocer más, en particular sobre los múltiples personajes que la habitan, en los que encuentro carne para paladear, pero me quedo con las ganas. Las coloridas acciones se suceden hacia un final irremediable. Y esa es justamente la otra cuestión, la historia no es novedosa y el final es previsible. Triunfan los buenos y el amor todo lo puede. Siempre recuerdo un film "los imperdonables", hasta que culmina uno no sabe que es lo que va a ocurrir, si será justicia, si llegará la caballería salvadora o si queda un margen para que pase lo inesperado, lo impredecible, lo que te deja un espacio para la reflexión. Supongo que una vez publicada sería una torpeza corregir. Es más, creo que no necesita corregirse nada, sino intentar otra cosa, en el que elaboración genere una historia diferente. Herramientas y pasta tenés para hacerlo, de ello no me cabe la menor duda. Un fraterno abrazo.
ResponderEliminarRicardo Gillette.
Gracias Ricardo por tu análisis. Es mi primer novela y supongo que la cosa tiene sus riesgos. Es una historia de época, como tantas, lo sé, pero sentí la necesidad de escribirla. Se escribió sola, de un tirón. Luego que la terminé supe que era breve, pero ya lo había dicho todo. Las novelas románticas, tienen, en muchos casos un final feliz, responde a un género en boga, que es muy común en muchas escritoras actuales. Los vaivenes están en su desarrollo y hay cierto lector que gusta de un final agradable. Esa fue mi intención. Habrá nuevos proyectos y nuevos desafíos. Gracias por tu tiempo y te invito que visites la página de vez en cuando, porque iré publicando cuentos cortos. Una abrazo, amigo.
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